Llegué del Paraguay hace cuatro años y cuatro meses. Mi novio Juan llegó hace tres años y seis meses. Ya van por diez meses que no está conmigo.
Se vino detrás de mí, como el perrito faldero que tienen mis padres en Ciudad del Este. Si lo califico así, como perrito faldero, no es de ninguna manera en tono peyorativo, ni mucho menos. Lo digo con todo el cariño que se le puede tener a una persona y mucho más.
Al principio las cosas fueron bien: había trabajo, mucho trabajo. Yo pronto me aclimaté en el servicio de una casa pudiente como empleada del hogar y a mi novio Juan no le faltaban dos trabajos simultáneos, siempre en cafeterías y lugares de comidas.
Juan no era guapo, ni delgado, ni exquisito, ni considerado. Pero me quería a rabiar y eso es lo importante. Le perdían los juegos de azar y las bebidas, el güisqui sobre todo, mas siempre sabía contener el vaso para que la gota no lo colmase. Quiero decir que nunca perdió el control ni se dejó vencer por vicio ninguno.
Llevamos ya diez meses que no nos vemos, creo que lo dije antes. Mi hermana lo sigue viendo en sueños. En uno de ellos le muestra un boleto del Euro millones con los números que van a salir premiados. Cuando despierta, nunca se acuerda de esos números, pero está convencida de que su futuro se va a resolver por un golpe de suerte. No he dicho que mi hermana y yo vinimos juntas desde el Paraguay a España para buscarnos la vida de la mejor manera posible.
Con mi madre sigo teniendo una relación muy estrecha pese a la distancia y el largo tiempo que llevamos sin vernos. No quiero ni pensar cuántos euros llevaré gastados en teléfono en las largas conversaciones que mantenemos.
Mi madre es mi mejor amiga y mi psicóloga. Doy por bien empleado el dinero del móvil, porque seguramente una consulta con un psicólogo de verdad me saldría bastante más cara.
Los seis primeros meses que pasamos en España mi madre vino con nosotras, no fuera a ser que cayésemos en las redes de las mafias de la prostitución. También ella se buscó un trabajo, porque nuestra familia fue siempre modesta en recursos.
Con mi padre tengo un trato no más que correcto de mutua afectuosidad, sin más profundidades.
Ahora tengo alquilada una habitación en un piso compartido con un español cuarentón y casi divorciado, pues no se decide a dar el paso. De su historia hablaré en otro momento y solo si me apetece, pues mi vida es más interesante que todas las patochadas que les pasan a estos españolitos materialistas y anti espirituales; no saben valorar lo que tienen ni siquiera cuando lo han perdido.
El caso es que yo sigo viendo a mi novio, aunque sólo sea en sueños.
Su madre lo pasó realmente mal, si bien su hijo se le apareció en un sueño, vestido con ropas blancas, en un pastizal: “Mamá, no sufras, que estoy en un sitio mejor, estoy en la gloria”.
Soy muy desordenada con mis cosas. Tal vez debería haberos contado desde el principio que mi novio Juan murió hace diez meses de muerte súbita, como el futbolista del Sevilla. Imaginaos la estampa, yerto en la cama, sin moverse. Mi hermana y yo locas, sin saber qué hacer.
Aún no lo he superado, pero lo sobrellevo. La muerte para los latinoamericanos no es tan tabú como para los españoles.
Quizá otro día os cuente que mi novio Juan tenía un tío, su tío Juan, que también murió de muerte súbita con cuarenta años. Juan, mi novio, llevaba la foto de su mausoleo en el móvil, pero yo se la borré sin querer.
Creo que atraigo la mala suerte, aunque digan que lo que le sobrevino a mi novio fue a causa de la genética.
El comentario que escribí no ha salido, así que volveré a intentarlo. Decía que resulta todo muy creíble y la forma de narrar refleja muy bien la psicología de la protagonista. Además se agradece mucho el respeto por el lenguaje y la gramática. Tal vez el título destripa un poco la sorpresa final del cuento.