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A una pequeña aldea lejana, encerrada entre montañas, valles y bosques, llegó Marcos junto a su reducida familia de lobos, su hermana pequeña, Ana, y su mamá, María
. Marcos era un lobezno muy joven aún. Habían tenido que huir de su hogar por una guerra que duraba ya años. Marcos ya tenia 8 años y cuando tenía 4, había comenzado la guerra. Su hermana Ana, de sólo 3 años y medio, no había vivido nunca en tiempos de paz. Su mamá, temerosa porque los combates se habían acercado a su pueblo natal, había cogido las pocas pertenencias que les quedaban y había emigrado lejos.
Marcos estaba contento. En el nuevo hogar, una habitación desvencijada casi sin muebles donde tenían cocina y dormitorio, no se oían las bombas cayendo.
Mamá había conseguido un trabajo en una casa lejana, y por ello salía muy temprano en la mañana y volvía bien entrada la tarde. Marcos cuidaba de su hermana todo el día. Jugaban en el jardín de la casa, donde habían hecho un huerto. Entraban a merendar un poco de pan y leche. Y nunca se separaban.
El mes de agosto acabó y en septiembre, Marcos y Ana fueron al colegio allí por primera vez. La profesora, la señora Piopio, era una gallina con unas gafas enormes. Era muy amable y los sentó juntos, en pupitres continuos. Los presentó a la clase. Y les dio lápices para hacer un dibujo. Los demás alumnos cuchichearon por lo bajo, pero ninguno les habló. En el recreo, se pusieron juntos en una esquina viendo jugar a los otros. El topo, la nutria y el zorro jugaban a la pelota. Ana les miraba con atención, desconsolada. Marcos cogió a Ana de la mano y se acercó a ellos preguntándoles:
¿Podemos jugar a la pelota?
No jugamos con lobos. Los lobos no sois buenos. – respondió el zorro.
Vuelve a tu tierra, lobo. – dijo el topo.
Marcos se quedó apenado. Sólo querían jugar. Se sentó con Ana otra vez en el rincón, y empezó a relatarle un cuento. Al rato, Ana reía con la divertida historia que le contaba su hermano.
Los días pasaron y en el colegio sólo les hablaba la profesora, la señora Piopio. Ella traía unas manzanas enormes de su huerto y las compartían juntos en el recreo. Una mañana Marcos le preguntó:
¿Por qué no nos quieren los otros? Nosotros no hemos hecho nada.
En esta aldea nunca ha habido lobos, y ellos temen a lo desconocido. Seguro que dentro de unas semanas, verán lo buenos y amigables que sois, y os dejaran jugar con ellos. – les contestó la señora Piopio.
No es justo – contestó Marcos, bajando la cabeza.
Marcos, aquella noche, le contó a su madre lo que le decían los otros niños en el colegio. Su madre lo abrazó fuerte y le dijo que todo pasaría. Que seguro que si la señora Piopio había visto que él era un buen niño, los demás también sabrían verlo.
Aquella noche Marcos no pudo dormir bien. Y cuando se levantó a beber un vaso de agua vio a su madre llorando sola junto a la ventana. Se prometió que no la iba a entristecer más por muy mal que se portasen los otros niños con él.
Los días pasaban tranquilos. Mamá salía desde temprano a trabajar. Luego Marcos se levantaba, preparaba a Ana y caminaban hasta el colegio. Allí hacían lo que la señorita Piopio les decía y luego volvían a casa por el camino del bosque. Comían lo que mamá les había preparado la noche anterior. Recogían todo. Hacían los deberes. Y salían a jugar fuera. Luego entraban. Se bañaban juntos y cenaban las sobras del mediodía. Y entonces, solía llegar mamá con una gran sonrisa. Les daba besos. Les preguntaba como había ido el día. Les acostaba en la única cama que había y les contaba un cuento, de los que le contaba a ella su abuela. Y luego, mamá, preparaba las cosas para el día siguiente, mientras ellos ya dormían.
Un día, al volver del colegio, Marcos vió unos arbustos cargados de bayas en el bosque. Pensó que estarían muy ricas y decidió que volverían a la tarde a recogerlas.
Fueron a casa. Se cambiaron la ropa. Comieron. Recogieron todo. Hicieron luego los deberes. Le escribieron una nota a su madre explicándole donde iban, por si regresaba a casa y ellos aún no habían vuelto, no se asustase. Y después, cogieron una cesta, un farol y los abrigos, y salieron hacia el colegio por el camino del bosque. Llegaron hasta donde estaban las bayas. Marcos le explicó a Ana que sólo debían coger las maduras, las de color oscuro. Empezaron a recogerlas y poco a poco fueron llenando la cesta. El sol fue bajando, y Marcos vio que se hacía de noche. Encendió el farolillo, y como ya tenían el cesto repleto de bayas, emprendieron el camino a casa. Después de 15 minutos andando, vieron, asustado, a un lado del camino, al zorro en el suelo. El zorro se asustó al verlos, pero luego les llamó.
Por favor, ayúdenme. Me he caído y se me ha doblado una pata. Me duele mucho. No puedo caminar. Tengo mucho miedo. Está oscureciendo. Por favor, ayudadme.
Marcos y Ana se quedaron mirándolo. Marcos le preguntó:
¿Por qué te he de ayudar? Tú no nos has tratado bien. Y no te gustan lo lobos. Somos malos.
El zorro empezó a sollozar aterrado. Sabía que tenían razón.
Marcos quería seguir andando, pero sabía que no debía hacerlo. Allí, en medio del camino había un ser que necesitaba ayuda, y no podía dejarlo así. Miró a su hermana Ana y le dijo:
Ana, quiero que seas muy valiente. Quiero que te quedes aquí, con el farol, junto al zorro. Yo iré corriendo a la granja más cercana a pedir ayuda. Volveré pronto. Quédate con el cesto de las bayas. Y cuéntale un cuento al zorro, uno de los que nos cuenta mamá, para que no esté tan asustado.
Marcos miró al zorro y le preguntó:
¿Cómo llego a la granja más cercana?
Es la de las nutrias, pasando la siguiente colina. Seguro que la habrás visto alguna vez.
De acuerdo, iré corriendo hasta allí.
Marcos fue corriendo por el bosque. Era tarde y oscurecía rápido. Cada vez veía menos. Tropezaba con los arbustos, y las ramas se le quedaban pegadas en el pelaje. Manchó sus pastas y su cara de barro al saltar justo en medio de un charco. Sabía que todavía tardaría un rato en llegar a la granja del señor nutria. Corrió veloz. Era un lobo de antiguo linaje, plateado y rápido. Pronto vio las luces en las ventanas de la granja. Tocó con fuerza en la puerta. La señora nutria abrió la puerta, y se asustó al ver a un lobo que babeaba, con los ojos muy abiertos, y el pelaje todo revuelto, muy agitado, en su puerta. Marcos, con voz entrecortada, le explicó lo que pasaba. La señora nutria le invitó a pasar y a tomar asiento y agua, mientras avisaba a su marido. El señor nutria y Marcos subieron en la camioneta hacia el bosque. La señora nutria llamó al doctor castor por teléfono, para que se acercase a la granja de las nutrias. Y luego, llamó a los señores zorros, para contarles que había pasado.
En la camioneta, llegaron rápidamente donde estaban el zorro y Ana. Ambos se pusieron muy contentos. Llevaron al zorro a casa de las nutrias. Entonces llegó el doctor.
Después, el señor nutria acercó a Ana y a Marcos a casa. Por el camino se encontraron con su madre, que había leído la nota, y como ya era tarde, había salido a buscarlos. Los cuatro llegaron a casa de los lobos. Esa noche, Ana y Marcos comieron muchas bayas maduras para cenar.
Al día siguiente, en el colegio, todos sabían lo que había pasado. La señora Piopio comentó en clase que Ana y Marcos se habían portado muy bien, y que habían sido muy valientes. Una, por ser pequeña, y aún así, consolar al zorro, con su compañía y un cuento. Y el otro, por correr rápido y veloz para pedir ayuda.
En el recreo, se sentaron en su rincón a comer manzanas. Y entonces, el resto de los alumnos de la clase, se fueron acercando y pidiendo disculpas por no haber sido amables. Aquella tarde, a la casa desvencijada de los lobos se acercaron varios animalillos del pueblo. Unos ayudaron a reparar el tejado. Otros, simplemente venían a presentarse y les dejaban algún pastel. Marcos no entendía por qué de repente eran todos tan amables.
Cuando la mamá llegó a casa, encontró mucha comida, y la ventana con un cristal nuevo. Y una carta escrita y firmada por casi todos los habitantes del pueblo en el que les pedían disculpas por no haber sido más amables antes, y por no haberles dado la bienvenida a la aldea como se merecía cualquier nuevo vecino. Además, les invitaban a la fiesta de la cosecha que se celebraría el próximo domingo.
Así fue como aquella aldea aceptó que una nueva familia formaba parte de la misma; y que por venir de lejos y ser diferentes, no dejaban de tener y actuar de manera correcta. Por fin, la familia de lobos tenía un nuevo hogar.
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