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Adolfo era un delfín muy noble y por ello tenía muchos amigos como Pepa la merluza negra o Estanislao el bacalao. Todos juntos, luchaban contra la sobreexplotación pesquera y cuidaban los unos de los otros.
Al delfín Adolfo le encantaba el sabor salado del agua del mar y mecerse entre las olas. Adoraba sumergirse hasta el fondo marino y contemplar la gran diversidad de especies que convivían juntas en armonía y respetando el hermoso entorno de montañas submarinas, el colorido alegre de los corales, los bosques verdes y rojos formados por algas o los bancos de arena.
El delfín Adolfo trabajaba en la oficina del mar de objetos perdidos. En ella se encontraban toda clase de objetos que caían al mar: bicicletas, neumáticos, botellas de vidrio, zapatillas, anillas de lata, gafas de sol... Todos esos objetos se etiquetaban con el día, la hora, y el lugar donde habían sido encontrados y se iban almacenando en cajas a la espera de que sus dueños los reclamasen. Pero la verdad es que pasaba el tiempo y la oficina se iba haciendo más y más grande, y las cajas se amontonaban llegando hasta el techo y nadie venía a por ellos.
- Venga Adolfo, no seas tan decoroso. Quédate con este reloj – le decía uno de sus compañeros mientras se guardaba unas monedas de oro que habían llegado hasta la oficina de objetos perdidos en uno de los bolsillos de su pantalón.
- Pero este reloj tiene dueño, como todos estos objetos que recogemos del fondo del mar. No está bien hacer lo que hacéis.
- Mira esta bicicleta, tu vives lejos del trabajo y te vendrá bien.
- Yo no puedo quedarme con ella, no es mía. Alguien habrá comprado esta bicicleta. Además me gusta venir nadando al trabajo, así hago ejercicio y es bueno para mi salud. – respondía con seriedad Adolfo.
- De qué te vale que seas tan decente Adolfo. Además, ¿quién se va a enterar de lo que hacemos?
- Si me quedo con algo que no es mío sería como robar. Cualquiera podríamos perder nuestra cartera o nuestro móvil y seguro que nos gustaría que nos los devolvieran – Explicaba Adolfo tratando de hacerles entender que lo que hacían no era lo correcto.
Adolfo no sabía qué hacer con sus compañeros hasta que un día dio con la solución: se convirtió en el cartero de los objetos perdidos. Comenzó a llevar las botellas con mensaje a sus destinatarios, los rastrillos hasta la orilla para que los niños construyeran sus castillos de arena y por las noches, Adolfo recogía con mimo a las pequeñas bebé estrellas que caían al mar y tras envolverlas en algodón, las enviaba con un servicio de paquetería urgente a la atención de la Señora Luna...
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