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El ojo

La noche había invadido por completo la habitación. En el cuarto cerrado no había más luz que la que se colaba por el resquicio de la puerta proveniente del salón. No le importaba estar a oscuras, le gustaba ver los juegos de sombras y luces que se esparcían por las paredes y el techo estando de espaldas sobre la cama.

Desde hacía más de dos años no ocurría de otra forma, siempre al caer la noche tenía que quedarse así viendo sombras. Los especialistas no hallaban ni causa ni cura para su insomnio crónico. De cualquier país llegaban médicos, brujos, chamanes, espiritistas y demás personajes por el estilo dispuestos a hallarle una cura a su mal sin haber tenido éxito alguno.

Ella los veía pasar una y otra vez, observaba sus rostros preocupados y empapados de sudor, sus entrecejos fruncidos y la resignación plantada en cada acción. Sabía que todo cuanto se hiciera por ayudarla sería en vano, ni un puñado de los mejores médicos del mundo hallarían jamás la causa de sus noches en vela si no bajaban la vista de su frente a su cuello.
Pero qué médico, graduado o novato, iba a creer que el insomnio perenne que le aquejaba desde hacía tanto tiempo era producto de aquel ojo de cristal que le colgaba brillante y enigmático en el pecho.

Su abuela le había prevenido mil veces, aquello era peligroso, no era cosa de juego, pero nunca la escuchó.
Desde niña recordaba haber visto la puerta cerrada. Así había estado durante años, tal vez siglos, desde que sus antepasados se instalaron en aquel caserón de estilo colonial que el tiempo, poco a poco, se había encargado de modernizar. De la época clásica sólo quedaba aquella puerta, de aspecto pesado y lúgubre, fabricada en ébano por algún carpintero destacado de la colonia y que le daba a la casa un aire de distinción y sobriedad que era la envidia de todos los que ponían un pie en ella.
La única que tenía autoridad para abrir o cerrar ese cuarto era la abuela. Por alguna razón era ella la dueña absoluta de la magia y el misterio de la "habitación oscura".
- Abuelita... - solía decirle - ¿Cuándo me dejarás ver lo que guardas allí?.

Y la abuela con toda la sabiduría de sus años gitanos le respondía siempre lo mismo:
- Cuándo seas mayor de edad serás la heredera de la magia que por ley te corresponde, las estrellas así lo han decidido. Pero ocurrirá todo a su debido tiempo... entonces te daré la llave y podrás entrar, antes no.
Con impaciencia aguardó hasta que fuese el momento justo, tal y como las estrellas lo indicaban.

Una noche la abuela se presentó en su habitación con una cajita de madera, se sentó a un lado de su cama y le dijo:

- Hija mía, la luna me ha dicho que tú debes poseer esto - al tiempo que le entregaba el cofre - este amuleto ha pasado de abuela a nieta durante siglos desde que un príncipe hindú se lo obsequió a la abuela de la abuela de mi abuela como recompensa a un favor que ella le hizo. Posee un poder que ahora tú podrás manejar pero con el que deberás ser muy cuidadosa pues con él viene una gran responsabilidad. No te enamorarás jamás de un hombre distinto al que las estrellas pondrán en tu camino; y si así lo hicieras renunciarás a la magia del amuleto aguardando a que la próxima heredera se presente. ¿Estas entendiendo?, bajo ningún concepto utilices la magia para conjurar ese amor. De este modo lo advirtió el príncipe hace siglos y así te lo advierto yo ahora”.
Habiendo dicho esto, con todo el misterio de las hechiceras gitanas, se retiró dejándola feliz y desconcertada con el cofre en las manos y el corazón saltándole en el pecho. Cuando lo abrió encontró la joya más hermosa que jamás había visto. Brillando entre la seda roja del pañuelo que lo contenía estaba aquel ojo. Colgaba de una cadena dorada que hacía juego con el tono ámbar de la piedra. Lo sacó de la cajita y se lo puso en el cuello. Viéndose en el espejo le impactó la belleza con que lucía la gema, belleza que se fue extendiendo por todo su cuerpo. Escondió el cofre bajo la cama y siguió durmiendo.
Durante años, bajo la tutela de su abuela, se esmeró en aprender los conjuros y leyes de la comunidad gitana convirtiéndose en la mejor hechicera que haya poseído el "ojo malvado". Así lo bautizó la abuela hacía ya mucho tiempo cuando lo recibió y se dió cuenta de la propiedad que la roca tenía para materializarse dependiendo de lo bueno o lo malo de una situación.
Su vida transcurría dentro de lo que para ella era la normalidad hasta que él apareció. Se enamoró perdidamente aún a sabiendas de que no era el hombre destinado para ella. El nunca se fijo en ella de la manera en que ella lo deseaba por lo que día y noche no hacía otra cosa que pensar en la forma de hacer un conjuro para enamorarlo. El ojo, previendo lo que iba a pasar, se fue haciendo cada vez más notorio. Por donde ella pasaba se caían cuadros, se abrían ventanas y se derramaba el vino, pero no fue suficiente para detenerla. Desobedeciendo la advertencia que le hiciera su abuela conjuró a la luna casi hasta el amanecer pidiendo al Calé que le quitaba el sueño y que se había convertido en su único pensamiento.
En ese instante el ojo se desató y comenzó a cambiar de color hasta tornarse en un rojo intenso que le quemó las manos. La puerta se abrió de pronto haciendo un estruendo de los mil demonios y un viento fuerte arrasó con la habitación. A duras penas pudo identificar a la figura que se materializaba en el marco de la antiquísima puerta de ébano.
-¡Tú!- dijo señalándola con el dedo índice - ¡sufrirás el castigo por desobedecer una orden ancestral!
­ ¡No abuela, perdóname...! - alcanzó a suplicar al momento en que la figura se desvanecía y todo volvía a su lugar como si nada hubiese pasado.
Desde entonces y hasta el presente ha pasado las noches en vela, sufriendo la tortura de no poder dormir ni un segundo pensando en el hombre que no pudo poseer.
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