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Hace muchos años vivía en la India un rico comerciante de telas. Vendía unos tejidos tan suaves y primorosos que eran reclamados por las damas más importantes del país y, por tanto, se veía obligado a viajar a menudo.
Su hogar era grande y seguro, pero el hombre estaba un poco preocupado. Se rumoreaba que últimamente había ladrones merodeando por el vecindario y se sentía intranquilo ¿Y si entraban a robarle durante su ausencia? Antes de partir, se acercó a casa de su mejor amigo para pedirle un gran favor.
– Amigo, como sabes, tengo que irme y temo que los ladrones asalten mi casa y roben mi caja de monedas de oro ¡Son todos los ahorros que tengo! Vengo a pedirte que la guardes tú porque eres la persona en quien más confío.
– ¡Por supuesto! Vete tranquilo que yo la mantendré a buen recaudo hasta que vuelvas.
El comerciante se fue de viaje hizo sus negocios y una semana después regresó al pueblo. Lo primero que hizo fue pasarse por casa de su amigo.
– ¡Hola! Acabo de llegar y vengo a recoger la caja de monedas.
– ¡Bienvenido! Me alegro de verte pero… me temo que tengo malas noticias para ti – dijo con tono
– ¿Cómo? ¿Qué pasa? ¿Algo no ha ido bien?…
– Pues la verdad es que no… Guardé las monedas que me diste dentro de un cofre cerrado con llave, pero vinieron las ratas, lo agujerearon… ¡y se comieron el oro!
Evidentemente, el comerciante no creyó semejante estupidez y supo que le estaba engañando para quedarse con su dinero. Puso cara de pena y fingió que se había tragado el cuento.
– Oh, no… ¡Qué horror! – dijo llorando y tapándose la cara – ¡Esto es mi ruina! Toda una vida trabajando para nada… Pero no te preocupes, sé que la culpa no es tuya sino de esas malditas ratas.
El amigo escuchaba sus lamentos en silencio y con cara de circunstancias. El comerciante continuó hablando.
– En fin… ¡Ya veré cómo consigo salir de esta desgracia!… A pesar de todo, quiero agradecerte el favor que me has hecho y mañana voy a preparar un rico asado. Me gustaría invitarte a comer ¿Te parece bien a la una?
El amigo aceptó encantado y, con una sonrisilla maliciosa, se despidió pensando que ahora el rico era él ¡La jugada había sido perfecta!
Pero el comerciante, que de tonto no tenía un pelo, no tomó el camino a su casa sino que a escondidas, entró en el establo del estafador y se llevó su caballo. Al llegar a su casa, lo ocultó, dispuesto a darle una buena lección.
Al día siguiente, tal y como esperaba, llamaron a la puerta. Era su amigo.
– Bienvenido a mi casa ¡La comida ya está lista! Pero… ¿Qué te sucede? Pareces muy disgustado…
– Sí, así es. Anoche alguien entró en el establo y robó mi caballo. Era un corcel de pura raza, el mejor que había en toda la comarca ¡Su valor es incalculable!
– A lo mejor – respondió el comerciante pensativo – se lo ha llevado la lechuza.
– ¿La lechuza?…
– ¡Sí, la lechuza! – repitió tratando de resultar creíble –Anoche me asomé a la ventana y con mis propios ojos, vi una lechuza que volaba cerca de las nubes, transportando un caballo entre sus patas.
– ¡Bobadas! ¿Cómo una pequeña lechuza va a sujetar un enorme caballo? ¡Eso es imposible!
– No… ¡Sí que es posible! Si las ratas comen oro ¿Por qué te resulta extraño que las lechuzas puedan sujetar caballos en el aire?
El amigo captó la indirecta. Se dio cuenta de que el comerciante había pillado la mentira de las ratas y pretendía avergonzarle. Colorado como un tomate, lo confesó todo y prometió devolverle las monedas. El comerciante, que era un hombre bueno y noble, le perdonó y le sirvió un plato de jugosa carne y un vaso de vino. Después, fue al establo a por el caballo de su amigo y cada uno se quedó con lo que era suyo.
Moraleja: si tratas de engañar a alguien, es posible que al final te engañen a ti. Nunca hagas a los demás lo que no te gusta que te hagan.