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Había una vez un hombre que tenía dos hijas. Meses atrás, las dos jovencitas se habían ido del hogar familiar para iniciar una nueva vida.
La mayor, contrajo matrimonio con un joven hortelano. Juntos trabajaban día y noche en su huerto, donde cultivaban todo tipo de frutas y verduras que, cada mañana, vendían en el mercado del pueblo. La más pequeña, en cambio, se casó con un hombre que tenía un negocio bien distinto, pues era fabricante de ladrillos.
Una tarde, el padre se animó a dar un largo paseo y de paso, visitar a sus queridas hijas para saber de ellas. Primero, acudió a casa de la que vivía en el campo.
– ¡Hola, mi niña! Vengo a ver qué tal te van las cosas.
– Muy bien, papá. Estoy muy enamorada de mi esposo y soy muy feliz con mi nueva vida.
– ¡Me alegro mucho por ti, hija mía!
– Sólo tengo un deseo que me inquieta: que todos los días llueva para que las plantas y los árboles crezcan con abundante agua y jamás nos falte fruta y verdura para vender.
El padre se despidió pensando que ojalá se cumpliera su deseo y, sin prisa, se dirigió a casa de su otra hija.
– ¡Hola, querida! Pasaba por aquí para saber cómo te va todo.
– Estoy muy bien, papá. Mi marido me trata como a una princesa y la vida nos sonríe.
– ¡Cuánto me alegra saberlo, hija!
– Bueno, aunque tengo un deseo especial: que siempre haga calor y que no llueva nunca; es la única manera de que los ladrillos se sequen bajo el sol y no se deshagan con el agua ¡Si hay tormentas será un desastre!
El padre pensó que ojalá se cumpliera también el deseo de su hija pequeña, pero en seguida cayó en la cuenta de que, si se cumplía lo que una quería, perjudicaría a la otra, y al revés sucedería lo mismo.
Caminó despacio y, mirando al cielo, exclamó desconcertado:
– Si una quiere que llueva y la otra no, como padre ¿qué debo desear yo?
La pregunta que se hizo no tenía respuesta. Llegó a la conclusión de que a menudo, el destino es quien tiene la última palabra.
Moraleja: es imposible tratar de complacer a todo el mundo.
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