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La leyenda cuenta la historia de un noble pastor que tenía el don de hablar con los animales. El pastorcillo tenía una novia a la que quería mucho, pero como no tenía dinero para casarse con ella, un buen día decidió salir por el mundo en busca de fortuna.
Tras varias semanas de duro andar, el noble pastor llegó a una granja apartada en el bosque con la intención de pedir trabajo. “Pastorea mis ovejas y te daré cuatro monedas al día”, le dijo el dueño de la granja sin más dilación, y enseguida se puso el joven a cuidar a sus ovejas por el prado.
A las pocas horas de encontrarse en aquel lugar, el pastor tuvo una rara sensación, y al volver la vista hacia atrás, descubrió que un inmenso fuego se había apoderado de la pradera. Con gran voluntad, el joven pastor trató de apagar las brasas ardiendo, y justo en ese momento descubrió que en lo alto de un bosque, atrapada por las llamas y casi moribunda por el humo, reposaba una víbora enroscada en las ramas.
Pese a que las víboras son animales muy peligrosos, el pastor tenía un corazón bondadoso, y con mil y un trabajos logró poner a salvo al animal. Para sorpresa del pastor, la víbora podía hablar, y tan pronto se recuperó, le dijo:
“Gracias, noble muchacho. No sólo has salvado mi vida sino la de muchos animales que habitan en este lugar. Por ser tan noble y bueno te concederé el deseo que me pidas”. Por supuesto, el pastorcillo deseaba tener dinero para casarse con su novia, pero en cambio, le pidió a la víbora el don de hablar con los animales.
“Es algo peligroso lo que me pides, joven, pero haré tu sueño realidad. No obstante, debes saber que si algún día revelas este secreto, caerás muerto al instante”, y dicho aquello la víbora dio dos vueltas en el suelo y desapareció al instante del lugar. El pastor, sin creer aun lo que había pasado, decidió acercarse a las ovejas que estaba pastoreando para comprobar si podía entenderlas.
Para su sorpresa, las cabras conversaban animadamente y refunfuñaban porque el joven las había abandonado a su merced. “Este muchacho es un atolondrado. Si nos sigue abandonando así terminaremos devoradas por el lobo”, pero el pastorcillo no demoró un instante en contestarles: “No se preocupen queridas cabras. A partir de ahora no las dejaré solas nunca más”.
Las cabras se miraron unas a otras confundidas al ver que el pastor les había hablado, pero tan pronto las devolvió a la granja, el joven decidió entonces tomar una merecida siesta. Cuando por fin se encontraba descansando a la sombra de un frondoso árbol, dos gorriones se posaron en las ramas y comenzaron a conversar.
“¿Quién pudiera decirle a este chico que bajo la tierra donde descansa se encuentra escondido un gran tesoro?”, y no más escuchó las palabras de los gorriones, el pastor se puso a cavar de inmediato. Como en efecto, al poco tiempo, el joven encontró un cofrecillo dorado repleto de joyas y monedas de oro.
“¡Soy rico!” gritaba campante el pastor mientras se marchaba camino a casa para darle la buena noticia a su amada. En poco tiempo, la pareja se casó por todo lo alto y pudieron comprarse una granja hermosa donde vivieron muy felices por largo tiempo.
Sin embargo, un buen día, mientras el pastor se disponía a arar la tierra, pudo escuchar cómo el burro le decía al buey: “Si no quieres trabajar tanto, pégale un cabezazo al amo y te dejará tranquilo”. Pero el pastorcillo decidió entonces arar la tierra con el burro, y tanta gracia le dio aquello que no pudo resistir la risa y sus carcajadas se hicieron oír en toda la granja.
La mujer del pastor, tan pronto oyó las risas de su marido salió en busca de este para reclamarle. “Y tú, ¿Por qué te ríes tanto? Cuéntamelo ahora mismo”, pero el pastor no podía revelarle su secreto, pues de ese modo moriría para siempre como le había advertido la víbora.
“Está bien, mujer. Te lo contaré cuando llegue la noche”, le dijo el pastorcillo con tal de ganar tiempo para pensar en una respuesta. Sin embargo, a la caída del Sol, el joven se sentó a la mesa para disfrutar de la rica y olorosa sopa que su mujer le había preparado, y fue entonces cuando tuvo una brillante idea.
“Y bien, ¿Me contarás por qué te reías solo en el medio de la pradera?”, le dijo su esposa en tono desafiante, mientras el pastorcillo se llevaba a la boca una cucharada de sopa hirviendo. Tan caliente estaba aquella sopa que el pastorcillo se quemó la lengua y no pudo decir palabra alguna, y cuando se vino a recuperar, ya su mujer se había olvidado por completo del asunto.
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