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El pequeño troll

Érase que se era, un pequeño troll. Como todos los trolles antes que él, había nacido de una piedra grande, muy grande, dura y solitaria. ¡Ay! Pero nuestro protagonista no era como los demás de su especie. Aunque las rocas troll suelen encontrarse en páramos vacíos y fríos, la suya rodó y rodó hasta llegar al Reino de los elfos de luz.
Allí una pareja de elfos muy anciana, aunque estos seres no envejecen y viven para siempre, la recogió durante una excursión, tras utilizarla como improvisada mesa para sostener las sabrosas viandas típicas de la gastronomía élfica: Bollos de miel, empanadas de cabello de ángel y la más dulce hidromiel para beber.
La roca gustó tanto a la pareja que la colocaron como adorno en su dormitorio. Las sinuosas formas y el negro azabache de sus vetas eran únicas, nunca habían visto nada así y por ello cuando sus amigos visitaban su morada no dudaban ni un segundo en conducirlos a estos aposentos para que se admirasen con la piedra.
Así fue durante dos siglos que pasaron como el aleteo de un pájaro. Una noche, cuando los elfos dormían plácidamente, su sueño se vio interrumpido por un llanto que sonaba como el trueno.
Papá Elfo, como llamaremos a partir de ahora a uno de nuestros protagonistas, se levantó como el rayo mientras Mamá Elfo miraba asustada ocultando su cuerpo entre las sábanas.
- ¿Qué es? ¿Qué pasa? - preguntó Mamá Elfo.
- No lo sé, no lo sé… ¡Ay!- gritó Papá Elfo, que había pisado un trozo de la piedra troll que se había desprendido del resto.
- ¿Qué te pasa? - dijo ella.
- He pisado algo… ¡Espera! ¡Parece que nos ha visitado la cigüeña! -dijo feliz Papá Elfo.
Papá Elfo cogió del suelo al pequeño troll, que no dejaba de llorar y patalear y ya pesaba sus buenos 50 kilos. Lo miró a los ojos y le cantó una nana de los elfos mientras Mamá Elfo se aproximaba hacia ellos y le pedía que le diese al recién nacido.
Mamá Troll no podía estar más feliz. Había pedido durante años al Señor de los Elfos que le diese un hijo pero la cigüeña siempre había pasado de largo por su residencia. Ahora, mirando a aquel bebé negro como la noche, de tímidos colmillos y con un rabo que parecía de vaca, pensaba que sus plegarias habían sido respondidas.
El pequeño troll fue adoptado por la pareja de elfos, que le dieron el mismo cariño que le habrían dado todos los habitantes de los nueve reinos. Nadie hubiese podido querer más a ese mocoso un tanto travieso, como se demostró con el discurrir de los años. Magni, como fue llamado el troll, creció feliz en la casa de los elfos, a los que dio más de un disgusto con las diabluras propias de su carácter pillo, si bien tenía un corazón tan grande como su nariz con verrugas.
Mas, a pesar de las buenas palabras de sus vecinos, no todos veían con buenos ojos a Magni. No creían que un troll pudiese convivir con los elfos, noble raza con una historia muy diferente a la de los trolles.
Mientras Magni permaneció bajo los brazos de sus padres adoptivos, no pasó nada. Por desgracia, todo tiene que llegar a su final y en el caso de Magni esto sucedió cuando pasado un siglo tuvo que asistir a clase en la Alta Escuela Élfica.
- Mirad, qué rabo más feo -dijo uno de sus compañeros nada más verlo.
- ¡Pero si está todo lleno de verrugas y es gordo como un elefante! - azuzó otro de ellos.
- ¡Jamás, jamás, jamás serás uno de los nuestros! ¡Vete de aquí y vuelve a tus desiertos! - le dijo altiva una elfita presumida.
El pequeño troll tuvo que aguantar así las burlas y tropelías de sus compañeros durante los 50 años que duró la guardería en la Alta Escuela Élfica. También lo hizo en primero, segundo y tercero. Al llegar a cuarto, ya medía sus buenos tres metros y ocupaba cinco sillas y varias mesas, pero a pesar de su tamaño e imponente apariencia, su corazón de piedra había sido convertido en el más bondadoso de todos gracias al amor de Mamá y Papá Elfo.
De esta forma, un día a mitad de ese cuarto curso, Magni permanecía sentado solitario en el patio durante el recreo. Siglo tras siglo, su único amigo era su sombra y ni las mariposas y pajarillos que jugaban con los elfitos querían aproximarse a él. El troll miraba desde lejos a sus compañeros y sentía envidia por no poder jugar con ellos, aunque nunca sintió odio o rabia hacia ellos.
- Algún día te verán como yo te veo – le había dicho muchas veces Mamá Elfo y él se repetía una y otra vez esa frase como consuelo.
La inmortalidad de los elfos los hacía a veces poco conscientes del peligro. Por ello, no es de extrañar que hubiesen construido la Alta Escuela Élfica junto a un precipicio y que el patio de juegos lindase con el borde del mismo sin ninguna medida de seguridad.
Y al final, pasó lo que tenía que pasar. Tres elfitos peleaban entre sí para hacerse con una pelota cuando uno de ellos tropezó y enredó en su caer a los otros dos. Juntos rodaron por la ladera hasta caer por el abismo.
- ¡No! ¡No! ¡Nuestros amigos! - gritaron a coro sus compañeros.
Nadie sabía qué hacer o si asomarse a ver cuál había sido su destino. Nadie menos Magni, que no dudo ni un segundo en salir corriendo, encaramarse al precipicio y ver qué los tres elfitos colgaban de una rama sujetos fuertemente los unos a los otros.
El cuerpo de los trolles es tan duro como el más fuerte de los granitos, así que ni corto ni perezoso, Magni se desprendió por el borde del precipicio y clavó sus dedos en la pared rocosa. Era como si cada dedo fuese un fuerte clavo que se hundía en la roca. Paso a paso, afianzando  su posición poquito a poco, el troll fue bajando hasta llegar a la rama.
- Subid a mis hombros, rápido – ordenó inquisitivo Magni.
Los elfitos, aún llorosos, se turnaron para colocarse sobre el pequeño troll,  que parecía no notar el peso de sus flacos cuerpos.
-Sujetaos, que subo de nuevo. Todo va a ir bien – les dijo Magni.
Así, nuestro troll ascendió de nuevo pasito a pasito, hasta que sus compañeros pudieron tirar de los elfitos accidentados y rescatarlos. En cuanto pisó tierra firme de nuevo, Magni cayó en redondo pues, aunque no lo aparentase, no había pasado más miedo en su vida.
Con los ojos aún cerrados y respirando bien fuerte, Magni iba a ponerse en pie cuando notó que algo tiraba de él hacia abajo. Parecía que una infinidad de manitas querían abrazarlo… ¡Y así era! Sus compañeros, los rescatados y el resto que había visto con asombro su hazaña, peleaban entre sí por darle un abrazo. Magni no podía entenderlo pero le gustaba el calor que sentía recorrer todo su cuerpo.
Entonces, los tres elfitos accidentados se aproximaron a él y le dijeron: “Gracias”.
Desde aquel día, Magni no sólo fue aceptado, sino que fue el más querido de todos los alumnos de la Alta Escuela Élfica. Su tamaño, su fuerza y sobre todo su  gran corazón, que nunca había dejado de creer en las palabras de Mamá Elfo, habían dado su resultado.
Milenios más tarde, aún era posible encontrar pintadas y retratos de Magni por todas las paredes y rincones de la  Alta Escuela Élfica. Nadie se había atrevido a borrar la prueba de que un día un troll se hizo merecedor de ser uno más entre los elfos.

Datos del Cuento
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