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~~Había en Persia un hombre tan honrado y tan
bueno que todos los que le conocían le llamaban santo.
Siendo muchacho todavía, quiso instruirse y aprender
la ciencia del bien. Tenían a la sazón los árabes fama
de poseer muchos y buenos sabios, y él se propuso
llegar hasta ellos, deseoso de imitarlos.
Su madre aprobó el proyecto, le dió ochenta piezas
de plata, y le dijo:
–Este es todo el dinero que tengo. La mitad te
pertenece; pero la otra mitad, que es de tu hermano
menor, debes devolvérsela con los intereses correspondientes.
Convino en ello el buen muchacho persa; la madre �
entonces le fué cosiendo las monedas en el interior de
la ropa, para que pudiera llevarlas con más facilidad
sin perderlas, y terminada esta operación, le dijo:
–Prométeme ahora no decir jamás una mentira.
~~–Te lo prometo, madre.
–Pues bien; que Dios vaya contigo, como va mi
bendición–añadió la madre conmovida.
Y se despidió de él para siempre.
El muchacho, que se llamaba Abdul Kadir, emprendió
su viaje y anduvo días y días con dirección a �
la Arabia. Se asoció después a otros viajeros para
pasar juntos por los sitios de mayor peligro, y caminando
así dieron un día con un grupo de bandidos
árabes. Los detuvieron y les robaron el dinero y
joyas que llevaban en sus equipajes. El muchacho
persa no llevaba más bultos que su botella de agua,
y nadie sospechaba siquiera que llevase dinero.
~~Mientras los bandidos despojaban a los demás viajeros,
el jefe de la partida, que montaba un hermoso
caballo, llamó al pequeño persa y se puso a bromear
con él.
–¿Qué dinero llevas?–le preguntó.
–Ochenta monedas de plata–dijo con resolución
el muchacho.
El árabe se rió creyendo que también se bromeaba
el chico, y le pidió la bolsa.
–No la tengo–dijo el persa.–Las monedas �
están cosidas en mi ropa.
Le registró entonces el jefe de los bandidos, y se
convenció de que el muchacho decía la verdad.
~~
–¿Cómo has declarado que llevabas ese dinero,
cuando iba tan bien escondido?
–Porque prometí decir siempre la verdad.
–¿A quién lo prometiste?
–A mi madre.
–¡Ah!–exclamó entonces conmovido el árabe.–¡Tú,
niño aun, y en la más apurada situación, obedeces �
el mandato de tu madre ausente, y nosotros olvidamos
el mandato de nuestro Dios!
Después, dirigiéndose al pequeño persa, le dijo:
–¡Dame esa mano honrada, muchacho, que quiero
salvarte en pago de la lección que me acabas de
dar!
Volvió con él hacia donde estaban los demás ladrones,
les contó el caso, y les anunció su propósito de respetar
el dinero del persa verídico.
Ellos aprobaron la resolución del capitán, diciéndole:
–Eres nuestro jefe en el robo, y debes serlo también
en las acciones generosas y justas.
El jefe devolvió el dinero al muchacho persa, y le
llevó de nuevo al camino que había de seguir.
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