Le vi, cuando caminaba apresuradamente a tomar el metro de las doce, yo no quería llegar tarde a casa ese día, el hambre mordía inmisericorde mi estomago, y gruesas motas negro translucido se interponían entre mi vista y el resto del mundo, en una esquina de la calle, ya al cruzar hacia la estación Palo Verde, le vi, sentado en el suelo, con las muñecas ensangrentadas, y hurgando con el dedo índice de su mano derecha dentro de una lata de cerveza, su pelo mugriento indicaba días de desaseo, vestía un traje que alguna vez pudo haber sido costoso, y el pantalón, raído a la altura de la bragueta mostraba una humanidad humillada y sin ropa interior, me llamó la atención la sangre que corría por sus muñecas, porque no lucía abundante, pero si viva, como de herida recién hecha, me acerqué a ofrecerle ayuda, pero una mirada llena de curiosidad primero, y agresiva después (quizás por mi ofensivo aspecto citadino) me indicó que no debía inmiscuir mis narices en asuntos ajenos, me aparté un poco, lo suficiente para sentirme seguro y poder seguir con interés la acometida del indigente contra aquella lata que sanguinariamente tasajeaba sus dedos como un hábil carnicero, y pude ver al fin como extraía de ella una moneda de 500 Bolívares, vi un gesto de triunfo, una cara de satisfacción, y luego a un ser humano rechazado, olvidado de todos, cruzar la calle quien sabe a donde, portando en el bolsillo trasero de su pantalón una botella de aguardiente a medio consumir y en su mano derecha una fortuna ganada a precio de sangre.