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El precio de la tranquilidad

La otra noche hacía calor y yo esperaba en una esquina. Tenía mis motivos para estar pegado a la pared, casi custodiando la doble puerta del café Opera en la avenida Corrientes.
Pasó una adolescente, delgada, bonita, con un jean celeste ajustado y un andar fresco y yo pensé: "No, esa no puede ser". Y efectivamente no era ella aunque bien me hubiese gustado.
En total fueron veinte minutos de suspenso en esa esquina. Un auto paró, dentro iban tres tipos y una mujer. Pensé que era ella junto al novio y unos amigos. Mi mano se cerró sobre el mango de mi cuchillo mariposa. Afortunadamente fue un reflejo innecesario; el auto siguió por Corrientes y se perdió en el tráfico.
Levanté la vista y en frente pude ver a una mujer de cabello corto completamente vestida de negro. Era ella. Me separé de la puerta del Opera y di unos pasos nerviosos entre la boca del subte y la esquina. El resto pasó en un instante. Ella ya había comenzado a cruzar Callao y para no inhibirla con mi atención, dirigí una mirada hacia la izquierda justo al tiempo que una pareja daba la vuelta a la esquina. El tipo era una especie de Clark Kent anoréxico y desmembrado; un personaje secundario como el rayado de las veredas o las recetas de Mendicrim. A decir verdad, el tipo podía haber pasado a mi lado mil veces que apenas hubiese sentido un hueco de viento. Pero me fijé en él y fue únicamente por ella; no por la chica de negro que todavía estaba cruzando Callao, sino por una seudo-européa que años atras supo ser una combinación fatal junto a un litro de Vodka Bols - ¿no era que el alcohol no te hacía nada, Bandini? -.
Ahí estaba ella, sosteniéndose de Clark Kent, arruinando un paisaje urbano perfecto con la inmutable carencia de expresión en su rostro. Así es la vida. Dios vende tranquilidad pero a cambio es capaz de pedir muchas cosas. A pesar de todo no la culpo. Se bastante bien lo difícil que es seguir en la búsqueda eterna. De hecho, ahí yo no era otra cosa que un mamarracho antagónico, con presunciones de mimetizarme en el fondo cual actor de teatro negro de Praga, con un cuchillo mariposa viejo y oxidado, rezando por que la mujer suspendida en el medio de Callao fuera más que un cuerpo desnudo en la cama.
La seudo-européa me vio. Me vio y sintió verguenza, pero a mi no me importó que estuviera tan gorda. No era eso. Eran sus ojos. Había pagado a Dios con su brillo posiblemente sin ignorar que cada amanecer es irremediablemente único.
Pensar que algún invierno creí posible sentir a través de aquel brillo. Pero pasaron los meses y dejé de creer y de tomar Vodka Bols sin mejores motivos que asumir mi falta de control sobre ciertos actos.
Fue apenas un instante, luego la seudo-européa y Clark Kent siguieron rumbo a ningún lado y la chica de negro terminó de cruzar Callao.
No pude olvidar en toda la noche la inmensa tristeza de lo que había visto. A mi lado caminaba la chica de negro. Era bonita, decía cosas interesantes pero me era imposible concentrarme.
Pienso en la seudo-européa. No la culpo, Dios pone mostradores en cada esquina y es tan fácil dar todo lo que pide a cambio...
Pero no se, creo que soy de los que prefieren seguir caminando por Corrientes a pesar de todo.
Datos del Cuento
  • Categoría: Urbanos
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