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Categoría: Hechos Reales

El primer aeroplano del mundo.

Apoyado en un secreter, Juan María Balbontín estuvo oyendo el chisporrotear de la vela y viendo pasar las nubes violetas por su ventana mientras se deslizaba la cuarta noche de geometría, los principios del émbolo y la levitación de aquel esqueleto del aeroplano que dormía en las caballerizas vacías de una casa virreinal en un pueblo metido en el cauce de un río.

Abandonado a las ecuaciones de su pensamiento entrecruzó los dedos tras la cabeza y sintió cuando los gallos del amanecer le hicieron un boquete a la madrugada por donde comenzaron a colarse los ruidos de las fondas ambulantes y los versos del Islam con los que los árabes instalaban sus tenderetes. Luego una carreta de Bueyes pasó rumbo a las bodegas del diezmo cimbrando el empedrado y las matraces de su laboratorio casero mientras el amanecer se acababa de regar por todas las calles y comenzaba a secar el rocío de la gruesa loneta que cubriría después los fuselajes del primer aeroplano del mundo.

¡¿Qué se siente ser loco!?

El grito rebotó en los paredones de arcilla del río y entró de lleno a los corrales para luego incrustarse en la vasija de café serrano que Juan María había calentado a fuerza de fuelle en los rescoldos de la fragua de la tarde de ayer.

El café le supo a bilis de toro y tuvo ganas de invocar a la repiruja y gran madronota de todos los gritones pero volvió a callarse para buscar concentrarse en los mecanismos de contracción de los cables de aquel petrodáctilo primitivo pensando en la ventaja incomparable de que las cartas llegaran el mismo día hasta la capital del territorio y la leche no se echara a perder en los caminos y recibir las noticias de la invasión de los ejércitos austriacos a los territorios de Moldavia teniendo el privilegio de saber siempre de las guerras ajenas,

Le quitó con mucho cuidado la rebaba al último de los pistones, luego lo sumergió en el bote del aceite mineral y lo acomodó en los entresijos de la máquina con una paciencia de cirujano. Después forró el aeroplano con la loneta comprada al contrabandista de los ejércitos, finalmente atornilló las cuatro hélices de madera barnizada y se quedó por una hora y cuarenta minutos contemplando su obra.

Para no fastidiar las alas de su máquina voladora, hubo que tumbar un pedazo grande de una pared centenaria antes de treparla al remolque de los machos mansos que habrían de conducirla por tierra los cuarenta y ocho kilómetros a la capital y luego subirla por un sistema de andamios y grúas de carreta las azoteas del convento franciscano desde donde se realizaría su primer lanzamiento.

Luego miró a todos los monjes atados a la tierra como pájaros de corral y pensó en una gallina con las alas crecidas que aspiraba a ser águila, en una vejiga de aire que buscaba desamarrarse ayudada por el aire de su impaciencia y los artificios de la mecánica. Después subió a la azotea y se paró junto al observatorio astronómico como un sumo sacerdote. El sol a sus espaldas trasparentándole las orejas. Dos mil cuatrocientos pares de ojos repartidos entre él y el aeroplano. Miró a la multitud un poco antes de empuñar la palanca de mandos y al escuchar el rechinido de las catapultas se sintió también restirado en un mar de discursos sobre las bondades de la naciente aviación y los futuros patrocinios del gobernador militar y los hangares y las naves de pasajeros y los aviones de guerra para la conquista de territorios en Abisinia y sometimiento de los indios locales, hasta que el tronido de toda la gente le encendió una pirotecnia estomacal y le aventó al firmamento con los ojos cerrados aferrado al timón con toda su vida. Consiguió estabilizarse y encendió la mirada.

Entonces vio a todas las molineras bailando sobre los cazos del nixtamal en las arenas del río Aguanaval. A Mariela Guadalajara desescamando pescados en las peñas blancas y los esqueletos de árboles milenarios en los meandros y los niños atrapando los tepocates y los ganados y las ramas de todos los caminos y las veredas y las alfombras de los cultivos y los campanarios y las manchas de óxido de plata en los cerros y se metió por el centro de los arcoiris con el aire frío empañándole los anteojos y haciendo una fiesta de pliegues en su bufanda amarilla y se olvidó del tiempo y pasó por entre la luna y el cañón de Jimulco y cantó la canción que le cantaba la abuela antes de dejarse tragar por la noche nueva donde dejó que el instinto le enfilara rumbo al hacedor de todas las cosas pensando que la gloria mundana era transitoria y sabiendo que el aeroplano no fue construido para su regreso, al fin que no había considerado hacerlo porque las gallinas son de la tierra y están en proceso de ser aves o más bien eran aves y se hicieron gallinas por el miedo a quedar emplumadas en los cercados y por la vergüenza de que los demás animales las acusaran de demencia doméstica sin entender que al fin que todos los locos tienen su pase seguro en los cielos.
Datos del Cuento
  • Autor: LAURO
  • Código: 9240
  • Fecha: 26-05-2004
  • Categoría: Hechos Reales
  • Media: 6.32
  • Votos: 31
  • Envios: 0
  • Lecturas: 4042
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