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Categoría: Hechos Reales

El prócer

El doctor Amonario Larré, había venido con la brigada sanitaria del ejército francés y decidió quedarse, enamorado de los atardeceres de zanates en los álamos de las acequias que cruzaban con agua de chocolate, un pedazo de desierto rumbo al valle de las sandías y los algodonales, antes de meterse de nuevo al marchito río de la Nazas.

Estableció su consultorio bajo la galera de herramientas de una hacienda cordelera y se puso lo mismo a curar agujerados de cuchillo que a traer al mundo a varios cientos de niños, futuros renacuajos del aniego en los tiempos de regar los sembradíos.

Con los años se hizo conocido en la región por haber sanado al hombre que cayó de lo alto de un portón y se atravesó las tripas con el trinchador de la pastura, por haber extirpado vesículas al pormayor, enderezado huesos, entregando cirugías con instrumental rudimentario que cuajaban y por haberle quitado un hipo de muchos años después de haber dormido por cuarenta horas al jefe de cuartel.

La fama le sirvió para que el director de ayudantía del prócer nacional, le filtrara como secreto de estado, la información al oído de que a novecientos setenta kilómetros, en la región de los ixtleros se encontraba el médico que podía alviarle de sus dolores temporales y quitarle la intranquilidad a la República pendiente del hilo de que los padecimientos del prócer… “le truncaran el camino de la prosperidad y su marcha constante por los rumbos del progreso y del glorioso porvenir.”

-Que lo traigan- Dijo el prócer como el detonante para mover a su ministro de salud y a la escolta presidencial que en un viaje relámpago de cuatro días, dieron con los cobertizos de la hacienda cordelera y se posesionaron de su consultorios con la tajante encomienda de llevarlo hasta los aposentos republicanos del prócer, que como emergencia nacional requería de sus servicios, por lo que su persona quedaba confiscada a partir de ese momento por causas de utilidad a la Nación.

El doctor Amonario tomó las indicaciones con resignación y voluntad, suplicando que le dieran el tiempo necesario para retirar un tumor benigno de la paciente que atendía en el momento de la interrupción de la comitiva presidencial, pero el Jefe del Estado Mayor fue directo a su brazo y le dijo:
-Mi estimado y querido doctor Amonario, hay cosas que jamás pueden esperar y se encuentra usted metido en una de ellas, le informo que deberá venir con nosotros en el acto y consuélese sabiendo que de cualquier forma, el tiempo es el mejor doctor de los jodidos.

El doctor Amonario acomodó sus cosas, subió a la diligencia y por la tarde al tren especial y conoció en tres días el paisaje de las casas grandes como nodrizas de las viviendas de palma, de las procesiones de rebozos negros suplicando la lluvia, saliendo de los caminos de tierra y depositando sus pobres ofrendas monetarias en las iglesias, de los aparatos de sonido diciendo los nombres de los deudores en las tiendas de raya, de los niños famélicos corriendo en las piedras negras junto a los carros del tren para alcanzar una moneda y de los hombres desnudos peleando por llevarse el costillar de un caballo perforado, de las carretas del agua avanzando como moscardones en los llanos y las partidas de rebeldes de calzones blancos perdiéndose en las laderas de los cerros sacándole la vuelta a las ametralladoras del tren presidencial, hasta que el furgón salió de los últimos túneles y divisó diez kilómetros de barriadas y al final se encontró con la calzada de las estatuas de los hombres libertarios y las luminarias del sistema Vergara, los jardines y las oficinas públicas antes de sacudirse las orejas para quitarse el eco del rechinido del vagón y bajar la escalinata para recibir perfectamente inventariado y revisado su maletín de instrumental y dejarse trasladar hasta la residencia republicana donde se bebió el tónico para el asombro para tolerar la bofetada verde de los jardines y abrirse paso entre las colas de los pavorreales que se perdían entre las columnas de mármol y los arcoiris provocados por las lluvias artificiales frente a los balcones de las alcobas presidenciales.

Cuando en doctor Amonario estuvo frente al prócer le pareció más pequeño que el que simulaban las fotografías con la enseña nacional en las jefaturas de cuartel y después de una plática y auscultación de dos horas entregó con sosegada voz su diagnóstico y la papeleta amarilla de las medicinas que habrían de suministrarse al prócer para comenzar a revertir las consecuencias de una próstata que alcanzaba dimensiones de toronja y de un hígado que estaba cansado de filtrar y de varios gramos de metal circulando en su sangre.

Al salir de la consulta el Secretario Particular le hizo firmar un recibo por honorarios médicos por un monto de ochocientos milenarios pero únicamente le entregó doscientos treinta y dos antes de ponerlo en el pescante de una birlocha de mulas que luego pusieron en una bitácora como gastos de operación del ministerio de trenes.

En el pescante tuvo tiempo de desgastarse la columna mientras regresaba hasta las estepas calcinadas de la región lagunera en un suelo diferente al país de la prosperidad que le había referido el prócer; luego quiso aprovechar el tiempo grabando en su memoria las bondades de la linaza para la flora intestinal, de las telarañas para detener las hemorragias, de los cortes de tubérculo para aliviar las migrañas, de las propiedades curativas del ajo y la cebolla y de los efectos cicatrizantes de la violeta de genciana, así continuó sistematizando los principios de la medicina naturista hasta que en el cuarto día del retorno cayó en la conclusión de que el prócer poseía la más grande de todas las virtudes en un país de funcionarios sátrapas y que había defraudado un poco a su paciente pues no tenía medicamento ni manera alguna para curarle la infalible cualidad de ser pendejo.

LAUROADAME.
Datos del Cuento
  • Autor: LAURO
  • Código: 9259
  • Fecha: 27-05-2004
  • Categoría: Hechos Reales
  • Media: 5.83
  • Votos: 40
  • Envios: 0
  • Lecturas: 4440
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