El reloj despertador terminaba con el festival de ronquidos de José todos los días a las seis de la mañana, pero andaba loco por adelantarse, cuanto menos, a las cinco. Angustiadas y apenas calientes, las tostadas se lanzaban a su boca para sufrir lo mínimo. La ducha necesitaba convencer a unas cuantas gotas de agua para que saltaran sobre su piel, aunque se peleaban por alcanzar el sumidero antes de que las frotase la esponja, encogida sobre sí misma como un erizo asustado. El espejo se apresuraba a devolver primero su cara y después su cuerpo, si es que no tenía tiempo de empañarse y ahorrarse tal trabajo. Su ropa, ancha y despegada. Sus zapatos, muertos, no decían nada.
José, cuarentón, delgado y flexible. De pequeño, apodado el bichopalo, conseguía sus cinco minutos de gloria cuando, en los recreos, se contorsionaba formando con su cuerpo posturas imposibles delante de la clase. Después volvía a su oscura existencia, ignorado primero, repudiado más tarde. El motivo: aquel que mueve a los niños, ninguno.
José trabajaba en un banco, en concreto, en el servicio de análisis de hipotecas. Parecía que el proceso de selección para ese puesto hubiera durado una eternidad, pues José era el candidato perfecto. Su severa rectitud en el cumplimiento de las normas, hicieron de él y de su producto, las estrellas de la entidad. Ni un préstamo arriesgado, ni un pobre ayudado, ni un rico decepcionado. De nuevo, el bichopalo, conseguía sus cinco minutos de gloria cuando, tras la firma de algún contrato, el gerente se dignaba a salir de su cuarto de gerente y le felicitaba. Ahora ya no se contorsionaba, sólo tenía una postura y esta era muy rígida y clara. Sin embargo, después volvía a su oscura existencia, ignorado por unos, repudiado por otros. El motivo: el que nace lechón, muere cochino.
José regresaba a su casa sobre las ocho de la tarde, y siempre, siempre, las llaves empezaban a temblar antes de meterse en la cerradura.