Gran parte del género humano está acostumbrado a darse a sí mismo una excesiva importancia, al creerse grandes personajes.
Muchos de esos que se creen ser gran cosa, no son más que vulgares personas; pero ellos no se dan cuenta de las pretensiones que tienen y siguen convencidos de su gran imortancia hasta el fin de sus días.
Esto fue lo que le pasó al protagonista de esta historia: un pequeqo raton.
Era un ratoncillo de los más pequeqos, que viendo pasar ante él un elefante de los más grandes se burlaba gustosamente de su andar pesado y lento.
En efecto, el gran elefante marchaba a paso muy lento, pues sobre él estaba acomodada una sultana de ricos ropajes, acompaqada por su loro, su perro, su gato y su sirvienta.
Un parapeto adornado regíamente servía de asiento a la sultana; y un toldo dorado la preservaba del sol.
Un cortejo constituido por decenas de esclavos la seguían en su marcha a través de la selva.
El ratón contemplaba la caravana y se asombraba al ver que la gente que contemplaba el paso de la sultana se quedaba boquiabierta ante tal magnificiencia y alababan la hermosura y grandiosidad del elefante.
El ratoncillo estaba indignado, y decía:
-¿Pero qué importancia tendrá ocupar mayor o menor espacio?¿Qué hay que admirar en un animal tan patoso?¿Qué os causa tal asombro? Os aseguro que aunque el elefante asuste a vuestros niqos con su gran tamaqo, también nosotros asustamos muchas veces. Y casi llegaría a asegurar que los ratones somos tan importantes como los elefantes.
Así seguía hablando el ratón sus insentatas palabras. Y mucho más tiempo hubiera continuado así, a no ser por un gato que rondaba los alrededores.
Este oyó al ratón y con gran sigilo se acercó al animalito y le asestó un zarpazo, y en menos de un instante le demostró que, al menos en una cosa, el ratón y el elefante son muy diferentes.