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Érase una vez un rey que tenía un hijo llamado Tomás, quien acababa de cumplir los 14 años.
Juntos compartían varias costumbres y actividades, pero había una que llamaba profundamente la atención de sus súbditos y era que cada tarde iban a pasar un rato en los terrenos de un palacio abandonado y semidestruido.
Según las leyendas populares, en dicha construcción habitaban tres brujas que eran hermanas, cuya codicia destruyó el esplendor que en otros tiempos hizo famoso ese palacio.
Ni Tomás ni se padre se tomaban muy en serio esos cuentos. Llevaban años pasando sus tardes allí, y nunca habían tenido señal alguna de que realmente existiesen brujas.
Sucede que un día, como otro cualquiera, antes de salir del palacio abandonado el rey se acercó a la fuente central del patio y para su sorpresa vio que había una bella rosa en el fondo.
Pensó que la flor le agradaría mucho a su esposa y decidió tomarla y llevarla con él.
Cuando llegaron al castillo, Tomás fue a sus aposentos y el rey fue al encuentro de su amada, que disfrutó enormemente de la belleza de la rosa y la depositó en una pequeña caja de madera preciosa.
Emocionados fueron a su lecho y ya cuando estaban profundamente dormidos, el rey oyó la voz de una mujer que le pedía que la liberara.
Alarmado, el monarca despertó y preguntó a la reina si le había dicho algo. Esta respondió negativamente pero el rey sabía que no había soñado la voz, por tanto se levantó y exploró la planta superior del palacio, que era donde radicaba la alcoba real.
La repetición del llamado que interrumpió su sueño lo llevó a la habitación en la que su esposa había guardado la caja con la flor. Al hallarla, y comprender que era el motivo de la extra voz, abrió la caja y tomó la flor en sus manos.
De inmediato, la bella rosa se transformó en una mujer de extraña belleza, que se identificó como una de las tres hermanas brujas del palacio abandonado.
Exigió al rey que se casase con ella y matase a la actual reina, pues ella, la mayor de las tres brujas, pasaría a ser la dueña y señora de la comarca, nueva esposa del rey.
La primera actitud del rey fue negarse con todas sus fuerzas. Sin embargo, la hechicera le advirtió que de no hacerlo, lo mataría a él y a su hijos Tomás.
Ante tal amenaza entonces, él rey ideó un plan. Subió a la alcoba real y cogió a su esposa entre sus brazos, para llevarla luego al sótano, donde la encerró.
La reina gritaba, pues no comprendía lo que estaba sucediendo. Creía que su marido se había vuelto loco y quería atentar contra su vida. Pasaría unos días allí encerrada, sin comprender que el rey sólo estaba salvando su vida y la de su hijo.
…
Fueron unas semanas difíciles para la vida en el castillo y la comarca toda.
La nueva reina gobernaba con tal despotismo y ejercía tanta influencia sobre el rey, que muchos de los súbditos estaban pensando en abandonar la comarca.
Sólo había una persona que no respondía a los designios de la bruja: el joven Tomás.
Enterado por su padre desde el primer día sobre todo lo que había pasado, el príncipe cada noche llevaba agua y comida a su madre en el sótano, y a los pocos días le contó el por qué de toda la situación.
La desobediencia de Tomás y el gran amor que el rey profesaba por este, hicieron que la bruja lo odiase cada vez más, al punto de desear su muerte.
Tomás se percató de ello y lo comentó a su madre, quien le dijo que rezaría todos los días a San José, del cual era devota, para que lo protegiera.
Fu así entonces que un día el odio de la reina rebasó lo tolerable para ella y le ordenó a Tomás que emprendiese el camino al palacio abandonado en busca de unas uvas para ella.
El príncipe rechazó de inicio el pedido, pero las amenazas de la bruja con maltratar cada vez más a los súbditos, lo hicieron reconsiderar.
Se aprestó para ir en busca de las uvas y fue a buscar la bendición de la madre, quien le pidió que anduviese con mucho cuidado.
Camino al palacio de las tres brujas Tomás se encontró con un anciano, quien le dijo que al recoger las frutas no se bajase nunca del caballo ni se detuviese por mucho que lo llamaran. De lo contrario, podía perecer, tal y como la nueva y hechicera reina deseaba.
Tomás hizo caso al anciano y llegó sano y salvo a su castillo con las uvas. La bruja, sorprendida, se molestó y le encomendó buscar naranjas en el mismo sitio.
Una vez más, el joven príncipe tuvo que ir al palacio donde solía pasar las tardes con su padre. Antes de llegar volvió a tropezarse con el mismo anciano, quien le explicó que no podía detener su marcha mientras recogiera las naranjas, pues de lo contrario sería asesinado por las hermanas de la reina bruja.
Tomás siguió el consejo del anciano y no tuvo ningún percance. Cuando regresó al palacio real, la bruja se insultó aún más y le ordenó volver a ir, esta vez a por limones.
Mas no se trataban de unos limones cualquiera, sino de unos que crecían en un árbol sembrado en el interior del palacio abandonado.
Cuando el príncipe iba a camino a cumplir el nuevo designio, le salió al paso el anciano, esta vez con nuevas indicaciones.
Le alertó que cuando se encontrara con dos brujas de singular apariencia, que iban a querer mostrarle todo el interior del palacio, excepto un cuarto, no cogiera nunca los limones del árbol.
Tomás debería entonces presionar a las hechiceras, nada más y nada menos que las hermanas de su forzosa madrastra, y una vez dentro de esa habitación, apagar las velas que allí habían.
Serían tres velas, cada una de las cuales representaba la vida de cada bruja.
El joven siguió las indicaciones del anciano, que a la postre se identificó como San José, el santo de su madre, y forzó a que las brujas le enseñasen la habitación.
Estas estaban prestas a acabar con la vida de Tomás, pero se sintieron desubicadas cuando vieron que el joven visitante no recogió ningún limón y sólo se interesaba por la habitación prohibida.
Así, cedieron a las intenciones del príncipe, ya que en definitiva les daba lo mismo acabar con su vida en cualquier habitación. Sin embargo, cuánta sería su sorpresa al ver que el joven tomaba las tres velas en su mano y apartando la más grande, soplaba fuerte para extinguir las llamas que las mantenían vivas.
Por supuesto, la sorpresa duró un instante. Ambas brujas murieron y Tomás, vela grande en mano, regresó triunfante al palacio real.
Al verlo llegar no con limones, sino con la vela de su esencia, la bruja rabió de ira y le fue arriba para desgarrarlo. Afortunadamente, el rey estaba allí y capturó la vela cuando su hijo la lanzó, gritándole que si la apagaba, acabaría con la usurpadora del trono y podría rescatar la vida que tenían antes de la aparición de la infortunada rosa maldita.
Sin dudarlo un segundo, el monarca sopló la vela y acabó de una vez y por todas con el infortunio que había consumido su vida durante los últimos meses.
Librados de la bruja, el rey y el joven Tomás, padre e hijo, se fundieron en un cariñoso y prolongado abrazo. Luego, bajaron ansiosos al sótano y liberaron a la verdadera reina, que agradecía una y otra vez a San José, receptor de sus rezos y protector de su hijo.
Desde ese día la familia real y toda la comarca fueron más felices que nunca, sin la persistencia de tenebrosas leyendas.
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