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El secreto de Eduardo

Eduardo estaba cansado de que sus compañeros de colegio se metieran con él, poniéndole motes y tirando el balón de fútbol a sus pies cuando iba caminando a casa después del cole. Por eso, cada día intentaba volver por un camino diferente.

Una tarde de jueves, mientras volvía a casa por un recorrido nuevo, Eduardo se fijó en el escaparate de una tienda. Era una tienda de robots. ¡Qué guay! No sé podía creer que algo tan moderno hubiera podido llegar a su ciudad. 

Los había de muchas formas y colores, pero la mayoría tenían las manos la cabeza y los pies de metal. Los que más le gustaban eran los de su tamaño. Sería genial poder tener muchos amigos robots. Así nunca más tendría problemas. 

Eduardo probó a entrar, pero la tienda estaba cerrada, así que acabó caminando nuevamente hacía casa. Llevó a cabo su rutina de todos los días: merienda, deberes, tablet, ducha, cena y para la cama, aburrido porque nunca le pasa nada emocionante. 

Al día siguiente, Eduardo decidió que, al salir del cole, pasaría por el mismo camino para poder ver otra vez la nueva tienda de robots. La encontró y se fue directamente para la puerta y… ¡Mala suerte! Seguía cerrada. 

Eduardo buscó por todas las esquinas algún cartelito que pusiera los horarios, pero no había nada. Estaba a punto de irse cuando sintió un toc toc en el cristal. Eduardo se quedó escuchando expectante. ¿Habría oído un ruido real o ya empezaba a delirar?

El niño volvió a escuchar el toc toc. Miró hacia la parte izquierda del escaparate. Se quedó con la boca abierta. Un robot de su estatura, con el cuerpo azul y un bate de béisbol en la mano estaba tocando suavemente en el cristal. 

Se acercó hacía él y lo miró a los ojos. El robot tenía una cara tan expresiva que parecía casi como si fuera a hablar con él, pero eso era imposible. 

Tras quedarse así de alucinado Eduardo decidió irse, pero no le dejaron.

-Ehh ¿tú también te vas? Qué os pasa en esta ciudad, no hay manera de salir de aquí. 

-Me estás hablando….menuda pasada. Pero… ¿a dónde quieres ir?

-No sé, el dueño de esta tienda se ha ido por lo menos un mes a seguir buscando robots y yo no me quiero quedar aquí, a los demás les da igual. 

Eduardo miró sorprendido al resto de robots y todos asintieron y dijeron al unísono:

-Sí, a nosotros nos da igual. 

-Y, ¿cómo puedo sacarte de aquí? Me echarían una bronca….- dijo Eduardo en voz bajita-.

-Nadie tiene por qué enterarse. Mira, mis dedos pueden abrir cerraduras. Lo que no puedo hacer es abrir la puerta. Por eso te necesito. Yo doy vueltas y dejo abierto y tú abres con la manilla -contestó el robot con su voz cibernética y sonriendo con una enorme hilera de dientes de metal.

- Uhmm, no sé qué decir. Está bien, lo intentamos.

El robot se puso a mover sus pies giratorios como loco. Cuando se tranquilizó intentó desplazarse entre los otros robots del escaparate para llegar a la puerta. Giró con su dedo llave y la puerta parecía estar preparada para ser abierta. Y así fue. Eduardo empujó y el robot salió empujándolo sin parar de hablar.

Eduardo habría dado algo por que sus tontos compañeros de colegio lo vieran con su nuevo amigo. No sabía dónde llevarlo, porque tampoco quería que lo descubriera mucha gente. 

Sería su secreto. Pasaron la tarde jugando con su palo de béisbol. Roboticux, que así era el nombre del robot, le enseñó. Luego Eduardo le invitó a tomar un helado de chocolate y se rieron un montón porque a Roboticux se le manchó toda la cara y parecía un extraterrestre en vez de un robot.

La tarde se iba acabando y Eduardo acompañó al robot a la tienda. Al despedirse se comprometieron a que saldrían a conocer la ciudad una vez a la semana y Eduardo tendría que ir para abrir la puerta a Roboticux y no decírselo a nadie. 

Cuando llegó a casa, Eduardo tenía una sonrisa de oreja a oreja, la rutina había cambiado, ya no era todos los días lo mismo y, además, ya le daban igual sus compañeros del cole, porque tenía un amigo nuevo. Se dio cuenta de que su padre tenía razón y las cosas cambian cuando menos te lo esperas.

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