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El sepulturero

Soy Felipe Manríquez, un sepulturero del cementerio de mi pueblo. Cada día es para mi un torbellino de calamidades, recubiertas por llantos y dolorosos talantes. Sin embargo, es mi hogar, aquí sueño y exploro mis convicciones más profundas. Espero algún día conversar con aquellas almas que se confunden con las sombras, o despedazar los gritos que provienen de las tumbas abandonadas. Son muy confusas todas estas situaciones que ocurren en este lugar, a veces, en el crepúsculo aparecen como gotas de llantos por los mausoleos, quizás quedaron los sufrimientos de muchas personas en esos lugares.
Pero a pesar de todas estas extravagancias de la vida, la mía es un holocausto. Un día cuando procedía a excavar un agujero en el lugar donde entierran a los más pobres, encontré varios huesos raídos por la tierra, mi asombro fue tanto que estuve toda la noche tapando la morada de aquel difunto. Pero no sabía como había estado en ese lugar, ahí jamás habían enterrado a alguien.
Estuve todos los días preocupado por aquel episodio, aquellos huesos eran tan extraños, tenían la apariencia triste de un muerto olvidado,. Sentí mucho miedo, yo toda mi vida fui un sepulturero, jamás han enterrado a alguien en ese lugar, eso lo tenía muy claro, pero debía averiguar más acerca de aquel difunto.
Esa obsesión que se apoderó de mi no fue saciada nunca, siempre en los registros más antiguos que poseía, aparecía aquel sitio como un lugar no ocupado. Jamás creí en la profanación de tumbas como medio para alcanzar mi objetivo. Además el lugar donde se encontraba era muy profundo, no estaba la lápida a la vista, el epitafio me podría ayudar muchísimo, pero era imposible descubrirlo.
Pero una tarde lluviosa, cuando el sol no se divisaba y la oscuridad reinó todo el día, mucho más en la noche, una idea se prendió en mi mente. Aunque siempre estuvo presente traté de eludirla, pues era maligna para mi trabajo, pero no me importó. Era mucho más fuerte el deseo de mi obsesión insatisfecha.
En los cachureos del cementerio habían muchas herramientas de antaño, todas abandonadas, pero de gran utilidad. Bajo la lluvia tupida y entre el barro, las pozas, el lodo, yo estuve escudriñando todas las herramientas que me servirían para excavar y averiguar por qué estaba aquel muerto en el cementerio.
Encontré una pala y una picota, con mis botas llenas de lodo y mi linterna me dirigí al sector. Había dejado un palo clavado en el lugar con un pañuelo negro, siempre lo miraba muy inquieto. Estuve toda la madrugada tratando de llegar al lugar, me impresionaba cada vez más pues no encontraba los huesos, excava una y otra vez, y nada.
Ya estaba amaneciendo, el alba se metía por todas partes, los santos de los mausoleos tenían en sus ojos la mirada amenazante de los ángeles que se sienten vulnerados. Yo estaba profanando una tumba, y me sentía culpable. Las últimas gotas de la lluvia resbalaban por las ramas de los árboles y caían sobre mi, cuando súbitamente aparecieron los huesos, todos envejecidos y descompuestos; nadie se hubiese alegrado tanto al ver esa imagen, pero yo si.
Comencé a cavar más para encontrar algún vestigio, el día se me venía encima. Estaba seguro que era mi último día en el cementerio, tenía un desorden de tierra a la vista. Cuando, de pronto, encontré pedazos de la lápida. Por fin había encontrado lo que necesitaba, ahora había solo que leer el epitafio.
Armé los pedazos, uno por uno entre los aromas del alba, sencillamente bajo las últimas gotas de la lluvia. En ese momento se formó un holocausto en mi, y quise entender al cementerio en su totalidad, con sus misterios y su poesía, con todas sus vidas acabadas. Con las sombras vagabundas que atraviesan el firmamento y los gritos de los abandonados.
En el epitafio, con una imprenta poco nítida, se podía leer lo siguiente: “Aquí yace el cuerpo de Felipe Manríquez, muerto por circunstancias no conocidas, lamentamos la pérdida de nuestro fiel sepulturero”.
Datos del Cuento
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