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"Nunca busquemos los porqués de las situaciones que se nos presentan en la vida, pues jamás lograremos obtener una respuesta acorde a nuestras insanas preguntas."
Llevaba muchos años a cargo del cementerio privado, era un experto en la excavación de tumbas y en el manejo de la funeraria del pueblo, nadie mejor que Ramiro Vidorria para organizar un velatorio funcional.
Se jactaba de conocer palmo a palmo “su” cementerio y podía describir las tumbas de los miles de muertos que albergaba en su territorio.
Ramiro era contrario a que llamaran Campo Santo a sus tierras sembradas de cadáveres, pues sostenía que los santos estaban en el cielo, no debajo de la tierra.
Como era su costumbre, por las tardes y luego de los sepelios del día, iba caminando por senderos de su necrópolis, cortando yuyos, enderezando cruces, o retirando marchitas flores de los cantaros de las viejas tumbas.
Se sentía orgulloso de haber sembrado aquellas tierras con cadáveres y aunque las semillas no dieran fruto, le servía para tener una vida holgada, total vivía en soledad en una casa lindante al cementerio.
Aquella tarde, en que unos nubarrones negros eclipsaban al dios Febo, el bueno de Ramiro caminaba su ritual por los senderos, cuando se levantó una fuerte ráfaga de viento frio, que le voló su chambergo de paja varios metros a través de las lapidas sepulcrales.
Corrió tras del sombrero, y tropezó en una tumba que se encontraba algo más elevada que el resto, cayendo de bruces sobre la superficie fangosa del sepulcro.
Al incorporarse de la incómoda posición, sintió un rasguido extraño que le dejo perplejo.
Giro en redondo, tratando de ubicar el lugar por donde provenía el agudo y sordo ruido, mientras que su mirada se posó en una tumba reciente, que su memoria recabo haber sido ocupada por un viejo usurero de la población, fallecido unos cinco días atrás.
-¡Santo cielo!, exclamo exaltado Ramiro.
-¡Ese hombre está resucitando o ha sido enterrado vivo!, completo la frase.
Como era su costumbre de caminar los senderos y limpiar los yuyos, llevaba entre sus manos, una pala para la tarea descrita, por lo que de manera más que inmediata comenzó a cavar con frenesí hasta llegar a golpear sobre la madera del ataúd.
Coloco la pala entre el depósito mortuorio y su cierre e hizo palanca, hasta que con un fuerte rechinar se elevó la tapa del ataúd.
Casi estaba anocheciendo, las negras nubes y el viento frio, hacían aún más tétrica la situación, que atónito observaba Ramiro.
Desde la oscuridad de la fosa, se elevó el cuerpo, irguiéndose hasta quedar sentado, a la vez que emitía un grito aterrador.
Ramiro estaba tieso, sin ninguna reacción, expresando en su rostro, aquel miedo que paraliza e interrumpe la mente.
Cuando Ramiro logro sobreponerse del susto, pudo distinguir que el viejo y tirano usurero, estaba aún conservado y que sus ojos brillaban en la noche, mientras que su boca intentaba comunicarse con un murmullo insustancial.
El viejo avaro, no le sacaba los ojos de encima al sepulturero, que lo miraba como queriendo comprender ese milagro de resurrección mortal.
La voz gangosa y ronca del ex muerto, balbuceo una frase apenas audible, pero que Ramiro interpreto como:
-“Necesito comer”, “Mucha hambre”.
Ramiro reconoció, que luego de varios días de estar sepultado bajo tierra, era lógico que deseara comer, su estómago resurgente estaba vacío.
Era insólito pero real, como podía mantenerse vivo, luego de tantos días sin respirar, inserto en un cajón totalmente cerrado, pero quien era el, para no creer en un milagro de Dios.
Lo ayudo a levantarse de la tumba, y tomándolo de un brazo lo condujo a su hogar, que se encontraba contiguo al campo de cadáveres.
El viejo miserable, seguía repitiendo que quería comer, que tenía hambre, aunque cada vez se le comprendía menos la dicción.
Una vez dentro de la casa, Ramiro encendió las luces de la sala y comprobó el estado deplorable en que se encontraba el resucitado; si no fuese porque lo tenía parado frente a si, podría jurar que estaba muerto y en comienzos de descomposición.
Tenía el pelo canoso totalmente revuelto, los ojos inyectados en sangre y sus manos, eran dos garras donde la piel comenzaba a despellejar.
Arrimo una silla junto a la mesa y se volvió para encender la chimenea, a fin de que el destartalado cuerpo entrara en calor.
Ya más acorde con la situación planteada, Ramiro recordó que al veterano resucitado, se le conocía como Ángel Hurtado.
-Quédese aquí sentado durante mi ausencia, pues iré a buscar al Doctor del pueblo para que pueda medicarlo correctamente y vuelva a la vida normal.
El ex muerto, lo miraba fijamente a los ojos y no paraba de balbucear que tenía hambre, mucha hambre.
Ramiro, se encamino a la heladera y saco un trozo de queso, que deposito en un plato sobre la mesa; luego extrajo de una panera, un pedazo de pan y lo apoyo junto al plato.
-Le sugiero que coma todo en paz, y tenga mucho cuidado con las ratas, que habitan en gran cantidad por toda la casa, es debido a los cadáveres del cementerio, sabe?
El viejo resucitado, olfateo el queso y le hizo cara de repugnancia.
Ramiro lo miro y extrañado le comento:
-No le gusta…bueno ahora que voy a buscar al Doctor le traeré algo de una buena comida de la despensa del pueblo. Ahora es importante que se sienta caliente con el arder de la chimenea, ya que hace un condenado frio.
Echo un poco más de leña, para que no se disipara el calor durante su ida en busca del médico.
El viejo con la mirada perdida, seguía articulando sonidos incomprensibles y gesticulaba con sus manos, ridículos movimientos circulares.
Ramiro lo observaba detenidamente y ante ese milagro no dejaba de hacer la señal de la cruz sobre su frente. Era evidente que estaba contemplando un milagro de Dios.
-En seguida vuelvo, no se mueva de la silla, iré en busca del Doctor y de un poco de comida caliente, le dijo y partió de inmediato.
Camino al pueblo, era una oscuridad total, en el cielo no se observaba una sola estrella y el viento seguía silbando su melodía de horror.
Se lamentó mucho, que no se le hubiese ocurrido traer una linterna, para iluminar el oscuro sendero hacia el pueblo, pero ya no faltaba mucho, se veían adelante, las luces de las casas y el humo saliente de sus chimeneas.
No recordaba bien la dirección del consultorio del Doctor Renato D’Inca, pero estaba seguro que era en la avenida principal del pueblo.
No demoro mucho en encontrar una reluciente chapa con su nombre, y en instantes hizo sonar el timbre que estaba adherido en la pared, junto a la puerta de entrada.
Escucho algunas voces, y pasos que se acercaban a la entrada. Se abrió la puerta y una señora de baja estatura, muy bien dispuesta, le pregunto:
-¿Que desea a estas altas horas, no es horario de atención, lo sabía?
-Soy Ramiro Vidorria, el sepulturero y necesito hablar muy urgente con el Doctor D´Inca, si se digna atenderme fuera de horario.
Desde adentro, se escuchó una voz que retumbo en la soledad de la noche:
-¿Quién me busca, María Inés a estas horas?
-Es Ramiro Vidorria, el sepulturero, que tiene urgencia de hablar contigo.
-¡Dile, por favor que pase!, contesto enérgicamente el médico.
María Inés se hizo a un costado e invito a pasar a Ramiro.
El Doctor estaba sentado frente a la chimenea, hojeando un libro de Borges, que había recibido como regalo de uno de sus pacientes. Bajo el libro sobre sus manos y gentilmente, pregunto:
-¿Que se le ofrece, amigo Ramiro?, levantándose de su cómodo sillón y a la vez yendo a su encuentro.
El doctor D´Inca era un hombre grueso de patillas blancas, bastante calvo y cutis muy blanco, que imponía un respeto y seriedad total.
-Acérquese hombre, ¿qué quería decirme, tan importante es su consulta?
-Ocurre Doctor, que en mi cementerio ha ocurrido un milagro, y quisiera que Ud. mismo, con sus propios ojos, pueda corroborarlo; hace un par de horas ha resucitado un muerto, que habíamos sepultado la semana pasada.
-El Doctor dejo el libro en una mesita frente a la chimenea e incrédulamente lo miro con cara de circunstancia.
-Está seguro, amigo Ramiro, de lo que me está comentando, eso es algo que me llama mucho la atención. Es prácticamente imposible que un sepultado haya estado una semana sin oxígeno en un ataúd, cubierto por dos metros de tierra y resucite, me niego a creer tal testimonio.
-Puedo jurarlo por mi propia vida, pues lo he dejado junto a la chimenea en mi casa; estaba deseoso de comida, pero le convide pan con queso y creo que le disgusto, por lo que buscare un lugar que este abierto para comprar algo caliente que le apetezca.
-Quiero aclararle, mi querido amigo, que cuando un cuerpo comienza a corromperse, puede producir ciertos movimientos o sonidos, pero ello no implica que pueda estar vivo.
-Le vuelvo a repetir Doctor, que este esta vivito y coleando, porque estuvo caminando y hablando conmigo en la sala de mi morada.
El médico quedó sorprendido, se levantó, y le solicito a María Inés, que le trajese un sobretodo y una bufanda, que se ausentaría un par de horas, puesto que hay una vida en peligro.
Ambos salieron de prisa a la avenida, rumbo al cementerio, donde Ramiro le comento que estaba su casa. Pasaron frente a una estación de servicios y se demoró Ramiro en comprar unos sándwiches de jamón para llevarle a su convidado.
Siguieron avanzando a paso firme entre las tinieblas de la noche, hasta ver las luces encendidas de la casa de Ramiro, al costado del cementerio.
Entraron violentamente, adelante Ramiro y detrás el doctor D´Inca, donde se suponía estaba el muerto resucitado, pero la silla estaba vacía, y aun en la mesa se encontraba el trozo de pan y el queso; la leña de la chimenea se había consumido y el ambiente estaba gélido.
-¿Dónde se encuentra, por Dios?, logro expresar el sorprendido Ramiro.
Registraron los lugares iluminados sin poder ubicarlo, mas girando unos 180 grados lo divisaron junto a un oscuro rincón del cuarto.
El viejo Hurtado, se encontraba arrodillado, con su espalda encorvada, de frente a la pared.
-¡Señor!, levántese, soy el doctor D´Inca y vengo a intentar hacer algo por Ud... le ruego se incorpore para poder determinar su aspecto vital.
Cuando el viejo Hurtado se dio vuelta, el Doctor y Ramiro, dieron unos dos pasos atrás, totalmente espantados.
El viejo Hurtado, se estaba comiendo una rata, tenía la boca ensangrentada y la mitad del animal que aun asomaba, movía las patas frenéticamente.
El Doctor y Ramiro quedaron mudos, se miraban entre sí, para nuevamente volver a observar el duro espectáculo, pasmados y estupefactos.
El doctor D´Inca pensó que el viejo había quedado trastornado y que el entierro lo había enloquecido, pero aun así, era un paciente.
-Ramiro, traiga por favor un paño húmedo para limpiarle la cara y después agregue más leña a la chimenea, el ambiente está muy frio.
-Me había dicho que tenía hambre, pero no quiso el pan y queso que le ofrecí, no creí que tuviera tanta…
-Sí, pero ahora traiga el paño húmedo… y agregue rápidamente algo más de leña en la chimenea.
-¡Siéntese aquí señor, eso es, tranquilo…deberé cerciorarme sobre su real estado de salud.
Comenzó por tomarle el pulso, pero no lo encontró. Lo intento nuevamente y el resultado fue el mismo. Intento con el otro brazo y nada, le palpo con su dedo pulgar el cuello, y nada. Le coloco un espejo frente a su boca, y nada.
El doctor D´Inca lo llamo a Ramiro con un gesto de su mano y retirados del viejo Hurtado, conversaron lo siguiente:
-¿Cómo se encuentra?, pregunto murmurando Ramiro.
.Está totalmente muerto y estoy muy seguro de ello, dijo el Doctor.
-¿Entonces, Ud. cree que es un fantasma?
-¡Por supuesto que no, Ramiro! Es un ser de carne y huesos, como cualquier mortal que transita por la noche. ¿No ha leído Ud. crónicas sobre vampiros chupasangres, o seres de ultratumbas?.
-¡Dios mío! ¿Usted cree que es un vampiro? - preguntó Ramiro, y se llevó la mano a la frente para santiguarse varias veces.
-No lo sé, no soy experto en esas cosas, pero como médico, le aseguro que este hombre está totalmente muerto.
- ¿Y entonces qué hacemos?, dijo titubeando Ramiro.
-Lo primero que haremos es atarlo a la silla, por las dudas. Mientras lo pude examinar, vi cómo se relamía al mirarme la arteria carótida. Tratare como pueda, de distraerlo y Ud. lo ata a la silla por detrás, después ya veremos?
Se colocó unos guantes de látex y tomo el medio cuerpo de la rata, que le sacaron de la boca y se la balanceaba de un lado a otro, para distraer al viejo Hurtado, mientras Ramiro le sujetaba los brazos en el respaldo de la silla en que se encontraba sentado.
Cuando estuvo bien amarrado a la silla, el Doctor pasó a realizarle otra serie de exámenes. Le hizo unos cortes en los brazos pero no demostraba dolor alguno y ni siquiera sangraba.
-¡Esto es increíble!, murmuro el Doctor. A pesar de estar muerto aún se mueve. Además, ¿me comento que estuvo hablando?.
-Tal cual, como se lo jure por mi propia vida, en su consultorio, Doctor.
-¡Es notable!...pero ahora no demuestra esa capacidad, es posible que se esté deteriorando poco a poco.
El doctor D´Inca puso el semblante serio y dictamino:
-Bien, ahora debemos finalizar con esta aberración de la naturaleza, por favor facilíteme un serrucho bien filoso, señor Ramiro.
-¿No me diga Doctor que lo va a matar?...es necesario tal cosa, realmente cree que ello es lo más sensato?
-Ramiro, Ud. habla de sensatez, y tiene dudas al respecto. ¿Qué es lo que Ud. cree más conveniente? Entregarlo a su familia, y que este monstruo los devore como a esa rata que le sacamos de la boca?... ¿Eso prefiere?
-¡Perdóneme Doctor, tiene Ud. toda la razón!...voy de inmediato a buscar un serrucho.
Al volver, serrucho en mano, le pregunto al Doctor:
-¿Cómo lo vamos a hacer, tiene Ud. una idea o un plan?
-¡Lo hare yo, Ud. no se preocupe, le cortare la cabeza!.
Dicho ello, procedió a realizar la extirpación.
Atado en la silla, el muerto se resistía, sacudiendo la cabeza hacia ambos lados del cuerpo.
-¡Tómelo de los pelos, Ramiro! ¡Agárrelo fuerte, que casi estoy terminando.
El cuerpo inanimado estaba quieto sujeto a la silla, más la cabeza mantenía intacta sus reflejos, abría y cerraba la boca, y parpadeaba girando los ojos hacia los costados.
-¡Por el santo Dios!...exclamaba el sepulturero y se santiguaba de manera constante mirando al cielo.
Me parece que también debemos destruir el cerebro, arrojándolo al fuego, comento despiadadamente el doctor Renato D´Inca.
En el centro de la hoguera, la cabeza seguía moviendo la boca, y los ojos no eran más que dos faroles encendidos de color violáceo.
Al rato la masa encefálica, exploto como un cohete y se calcino totalmente.
El Doctor y el sepulturero, tenían la mirada fija en la hoguera que consumía la cabeza del viejo Ángel Hurtado, mientras que un olor a pelos quemados, y carne chamuscada, los invitaban a que tapasen sus narices, a fin de evitar el hedor pestilente, que provenía de la chimenea.
Ninguno de los dos, escucho una concentración de voces que surgían desde afuera, vociferando incongruentes sonidos, cerca de una de las ventanas en las que estaban iluminadas y que daban al cementerio.
De pronto, sus oídos comenzaron a percibir como un canto de sirenas, en las afueras de la morada.
No podían sospechar lo que encontrarían cuando abrieron la puerta.
¡Era un batallón de muertos vivientes que reclamaban a los gritos, la triste melodía que escucho Ramiro la tarde anterior:
-“Necesitamos comer”, “Mucha hambre”.
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