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~La determinación de encontrar el momento adecuado y oportuno para hacerlo ya había sido tomada.
Todo el proceso había comenzado bastante tiempo atrás. Fabián resultaba insoportable.
Cuando todos ya hacia varios minutos que se habían retirado, él todavía estaba ahí.
La conversación, casi obligada, comenzaba siempre por el estado del tiempo o la última jornada de deportes. Y después siempre lo mismo.
Que él, Fabián, era el mejor vendedor, que tenía las mejores ideas, que los demás no le hacían sombra.
Eso molestaba. Además era un soltero empedernido viviendo con los padres. Al resto de los compañeros tampoco les agradaba. Permanecía en la empresa justamente por eso, por ser el mejor vendedor y nada más. Nunca nadie había tenido la oportunidad, a pesar de varios intentos, de poder contarle algo propio, sin que le importara la necesidad del otro de ser escuchado. La interrupción siempre llegaba con algún comentario liviano y fuera de contexto.
Disfrutaba estando solo. Por eso el trabajo de sereno. Por las noches, además de realizar las recorridas obligadas una vez por hora marcando los seis relojes, se entraba en un mundo distinto con la lectura de todo tipo de libros. A tal punto que un despertador ya viejo servía para no incurrir en el error de realizar la recorrida fuera de hora.
Todos los días, al terminar la jornada de trabajo, era una costumbre la visita a la panadería ubicada a media cuadra. Allí, por costumbre, dos panes tibios quedaban en las manos para ser disfrutados mientras se desandaba las pocas cuadras hasta la pensión.
Dos días más tarde y luego de haber recibido una llamada telefónica, Fabián se retiraba un momento. En su salida apurada dejó sobre su escritorio un llavero con cuatro llaves.
Los días pasaban y la impaciencia iba ganando terreno porque el momento imaginado no se presentaba.
El 14 de agosto poco antes de las ocho de la noche, de camino hacia la empresa, no pasó desapercibido que se aproximaba el mal tiempo y que junto con el podía estar la oportunidad que desde hacía tanto tiempo daba vueltas en la cabeza.
Se escuchaba en el reloj el transcurso del tiempo mientras permanecía sentado en el sillón ubicado entre las sombras del gran salón de ventas. De vez en cuando la mano callosa recorría lentamente el pelo gris como repasando los pasos a dar.
Ya entrada la noche se desató una fuerte tormenta. La lluvia era una cortina de agua impenetrable y los relámpagos iluminaban la calle solitaria.
El momento había llegado. Las botas, un grueso equipo de agua, la copia de aquellas llaves olvidadas y la marca en todos los relojes indicaban el momento adecuado de salir.
De aquí en más el tiempo era de apenas sesenta minutos. Eran las tres de la madrugada.
El tiempo calculado y mil veces repasado, hacía ya varios meses, para ir y volver caminando, era de treinta y cinco minutos. Debía ser hecho en no más de quince y así reservar diez minutos por cualquier dificultad que surgiese.
La puerta trasera que comunicaba el local con la otra calle sirvió para no utilizar la principal y más tarde, dentro del tiempo establecido, llegar frente en la puerta de madera antigua, muy alta. Todo el trayecto se había realizado sin ver una sola persona. Un balcón a cada lado y el frente pintado de gris. Con las manos ocultas por los guantes de cuero negro las llaves buscaron su lugar para abrir la puerta.
El sonido de la fuerte lluvia y los truenos ocultaron el roce de las llaves en las dos cerraduras. Una vez adentro, el cuerpo, tenso, quedó recostado sobre la puerta.
Si bien estaba oscuro un destello fuerte de luz con cada relámpago permitía ver la distribución de la casa. Inmediatamente después de la entrada se podían observar tres escalones y separado por una gran puerta de madera y vidrio, que estaba abierta, un gran espacio central con una claraboya. De ahí se divisaban tres habitaciones, una abierta y las otras dos que permanecían con la puerta entornada, y hacia la izquierda un pasillo que con seguridad conduciría a la cocina y el baño.
Hacia el lado derecho se observaba un sillón grande y otros dos de un cuerpo que rodeaban una mesa pequeña que parecía tener diarios y revistas sobre ella.
Sobre uno de los sillones brillaron los ojos de un gato.
La lluvia y los truenos se sucedían sin cesar.
Por la abertura de la primera puerta se podían ver dos cuerpos sobre la cama.
Sin duda eran los padres. La próxima puerta dejaba ver el cuerpo boca debajo de Fabián, con la cara mirando hacia la derecha, el torso desnudo y ambos brazos a los costados.
El ingreso al cuarto no presentó dificultades y entonces, parado al lado, fue necesario contar los segundos que transcurrían entre el relámpago y el trueno.
Uno .. dos .. tres. Uno .. dos .. tres. Uno .. dos .. y el disparo del arma rápidamente apoyada en la cien derecha se confundió con el trueno.
El brazo de Fabián colgaba al costado de la cama y el arma descansaba en el piso. Eran las 3 y 37 de la madrugada.
Los ojos del gato observaban todos los movimientos.
A las 4 y 01 el reloj ubicado sobre la puerta de ingreso de la empresa era marcado por la llave del sereno.
Unos minutos después la tormenta comenzaba a disminuir de intensidad.
Aunque las investigaciones dieron como resultado que Fabián se había suicidado, en las noches de tormenta rememoro los hechos y estoy convencido que hice lo correcto.
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