Su padre los abandonó a su madre y a él cuando tan solo contaba con la edad de 11 años. Fue una mañana de un sábado del mes febrero en la que el cielo estaba velado por tonos mate, como intentando hacerse partícipe de los acontecimientos. Lorenzo lo había escuchado todo, pero no había querido entender nada. Se refugiaba de los gritos que provenían de la habitación contigua tapándose enteramente el rostro con el edredón. Al fin oyó un portazo, seco, lacónico, cismático. Después de esto, Lorenzo siguió agazapado a su vulnerable escudo de plumas mientras pensaba en todo lo que habría ocurrido. Sumido en una calma incómoda, compelía a sus sentidos a captar cualquier suspiro, cualquier sollozo sordo o aislado, cualquier acto de rabia destinado a quebrar algún objeto, que proviniese de la otra persona que se había quedado dentro de la casa. Alguno de los dos se había marchado, pero le era imposible hacerse una mera idea de quién hubiera podido ser. Con una mirada lenta y comedida, sus ojos comenzaron a observar todo lo que le rodeaba. Colgado con una chincheta del ángulo de una de las estanterías de su habitación, pendía el banderín de su equipo de fútbol favorito que su padre le había comprado a regañadientes con la excusa de que ya no le quedaría el suficiente dinero para tabaco. Al igual que su espíritu, el banderín oscilaba inquieto, describiendo movimientos circulares, como si hubiera sido testigo de toda aquella vorágine conyugal que se había desatado hacía unos instantes. Tal vez ya no lo vuelva a ver en la vida, pensó Lorenzo, mientras volvía a esconder su rostro en la colcha para protegerse de un hilo de aire gélido que se colaba por un resquicio de la ventana. Segundos más tarde, volvió a asomar la cabeza de entre las sábanas para contemplar todos los libros que tenía colocados en la misma estantería de la que pendía el banderín, que poco a poco iba recuperando su hieratismo habitual. Le vino el recuerdo de las noches, aún no lejanas, en que su madre permanecía sentada delante de su cama con un libro abierto encima de sus piernas y no paraba de leerle hasta que el cuento su hubiera terminado. Fue ella quien lo encauzó en el buen hábito de la lectura. Sería una pena si la que se hubiese ido fuese ella.
Al cabo de una hora, su madre, ya vestida y arreglada, entró a su habitación para decirle que hiciese lo mismo porque iban a salir. Lorenzo sabía de antemano que algo grave había ocurrido ( a la vista estaba que su padre ya no estaba allí), pero mamá hizo todo lo posible por enmascarar con palabras y actos agradables el drama que acaba de acontecer. El resto del día transcurrió sin más sobresaltos: compraron el periódico en el quiosco, fueron al supermercado, pasearon por el parque...pero todo esto sumergidos, tanto él como su madre, en un amargo silencio. Hubo, sin embargo, un matiz de su madre que llamó la atención a Lorenzo, y por el que no pudo quitarle la vista de encima durante el resto del día. El hecho de que se hubiese puesto la falda al revés le hacía sentirse aún más desconcertado. Por educación, por respeto o simplemente por seguir manteniendo ese vacío taciturno que los unía, Lorenzo no se atrevió a comentarle nada. Momentos después de haber vuelto a casa, Lorenzo sorprendió a su madre observándose en el espejo. Parecía que al fin se había percatado de su torpeza con el vestuario. Su madre no se quitó la falda, sino que apoyando sus manos sobre el espejo empezó a desprenderse de las primeras lágrimas que él había sido capaz de ver desde que se habían quedado solos. Fue aquel el día en el que Lorenzo descubrió qué era el sufrimiento.
Bueno victor, este cuento es sin duda pura realidad. Lo que más me gusto fué el final,donde describes perfectamente en dos palabras como se puede sentír alguien que ha sufrido una separacción tan fuerte. Y pensando ademas las consecuencias mas tarde que eso supone,y mas cuando hay niños de por medio. precioso muy tragico pero tan real como la vida misma ,perfectamente descrito todo. FELICIDADES ESTE TAMBIEN ME GUSTO. UN SALUDO DE LUCY-A