Hace muchos años; con los pedazos de un carretón, mi padre armó un tablero de básquetbol.

Después de formar la tabla; con un taladro de mano le hizo agujeros en las esquinas, luego con el soldador del pueblo se puso a fabricar el aro y ya entrada la noche concluyeron su trabajo.

Desperté al siguiente día con un olor a pintura fresca de aceite, pues acababa de pintar el tablero de amarillo reluciente con un recuadro rojo que me recordó los letreros de un circo.

Cuando volví de la escuela, la canastilla estaba instalada con gruesas alcayatas en una pared y junto estaba colgado con todo y su red de envoltura un balón de básquetbol que olía a plástico nuevo.

En ese tiempo yo había sido como un caballo maltratado.

Era más bajo y de menor edad que el resto de mis compañeros de escuela en una época en la que en el grupo de cuarto grado se mezclaban niños de nueve años que francos adolescentes de catorce y hasta dieciséis años, mismos que se valían de su edad y corpulencia para formar una mafia escolar que nos traía aterrorizados a los simples mortales parcos de la estatura.

En los siguientes días, comencé a afinar la puntería puesto que hacía cientos de tiros hacia el tablero. En la biblioteca pública encontré un libro que explicaba desde cómo tomar el balón hasta la comba y el efecto de acompañamiento de la mano lanzadora para lograr los encestes limpios.

Si bien nunca fui un gran jugador, si comencé a ganar un cierto respeto por la efectividad de los tiros del básquetbol y hasta cierta condescendencia de los alumnos mayores.

Creo que fue entonces cuando comencé a crecer.

Mi padre dijo que el crecimiento físico es como una reacción del cuerpo de los niños que son golpeados o agredidos. Que los huesos se crecen ante la adversidad y comienzan a estirarse como un mecanismo de defensa, así como los tepozanes en el borde de los barrancos. Pero yo creo que mi crecimiento ocurrió más bien hacia el interior.

Hubo días en los que me disgustaba que mi padre me acompañara a la escuela, porque ello ocasionaba una baja en el estatus de la palomilla infantil y era objeto de burlas por una supuesta sobreprotección. Una tarde mientras plantaba higueras y naranjos me acerqué a él y se lo dije y se lo reclamé, ya no quería pasar por la vergüenza de su compañía. El ya no volvió a acompañarme a la escuela. Encontré un dejo de comprensión y de serenidad hasta el día en que le ví bajo el portal, reciclando la madera del carretón para construirme un tablero de básquetbol.

Han transcurrido casi veinticinco años de aquella infantil incursión en el deporte; la verdad es que ahora ya no tengo tan buen tiro. Gracias Dios sigo conociendo a mi padre a través de sus numerosas cartas. Desde acá desde lejos, sigo sabiendo de él por las referencias y los recuerdos de sus familiares contemporáneos. Uno de ellos acaba de platicarme divertido, que cuando eran niños, él y mi padre armaron una canastilla de básquetbol y la clavaron en un árbol de mora; que comenzaron a jugar, que mi abuelo disgustado por aquella actividad ociosa les tundió con una vara y les quitó la canastilla, utilizándola luego como la tapa trasera de un carretón en el que debían acarrear diariamente la leña y la pastura para los animales.

Que no volvieron nunca a saber de aquel tablero de básquetbol, ni mucho menos intentaron volver al juego; aquel juego que mi padre quiso que yo continuara para ayudarme a crecer a los nueve años, hace un buen tiempo, con mejor suerte que como crecieron sus otros hijos en el desierto, los naranjos y las higueras…