Veloz como un guepardo detrás de una gacela, un tren de deportados atravesaba humeante los extensos y verdes campos de Francia en su camino hacia el infierno de Dachau. En el vagón de oficiales, un par de soldados miraban aburridos al vacío mientras escuchaban los leves ronquidos de su comandante, recostado en un sofá. Y entretanto, en la locomotora, el maquinista conversaba afablemente con un tercer soldado sin apartar la vista de la vía.
Súbitamente, algo apareció a lo lejos, aún borroso, que les cerraba el paso.
Aquél, sobresaltado, accionó el freno lo más deprisa que pudo al tiempo que avisaba al soldado. Cuando el tren hubo parado, los dos miraron con atención aquello que, atravesado sobre los raíles, les impedía seguir adelante.
Era un coche, un coche descapotable.

Un día antes:
Cinco miembros de la Resistencia, escondidos en una vieja casa abandonada de las afueras de París, intentaron secuestrar a un alto oficial nazi que venía de debatir con Hitler y otros mandos del Reich nuevos planes para el país. Pero los escoltas del oficial, prevenidos ante un posible ataque, evitaron el secuestro y tras una breve lucha, capturaron a los rebeldes, quienes, pocas horas después, acabaron en un tren con destino a las cámaras de gas y los hornos.

Bajo el sol de la mañana, los soldados del vagón de oficiales caminaban lentamente hacia el coche. Ante ellos, cubierta por un velo de aparente inofensividad, se alzaba la incertidumbre. De repente, cuando estaban a punto de alcanzar el vehículo, vieron salir de su interior a tres personas que, armadas con pistolas, les dispararon a quemarropa.
Sólo les dio tiempo para lanzar un grito de espanto. Después cayeron ya sin vida sobre el pedregoso lecho de la vía.
Pierre Dunot, y sus dos acompañantes, Marie Chantoeu y Jean Francoise Golly, bajaron del coche y tras coger éste y el espía los subfusiles de los soldados echaron a andar hacia el tren. El guardia de la locomotora no tardó en aparecer. Sin detenerse, los dos hombres le apuntaron y abrieron fuego. Apenas habían dado unos pocos pasos más cuando escucharon un chirriante sonido. El tren se estaba poniendo en marcha.
Sin perder ni un segundo, Chantoeu apartó el coche de la vía y después se alejó a gran velocidad, mientras Dunot y Golly se disponían a abordar el vagón de oficiales y la locomotora, respectivamente.
Corriendo con todas sus fuerzas, Dunot logró alcanzar el estrecho peldaño que había bajo la entrada del vagón. Una vez encaramado en él, le dio una patada a la puerta y entró en el habitáculo. El interior estaba casi a oscuras, y un fuerte olor a cerrado contaminaba el ambiente. Después de escudriñar la penumbra durante unos segundos, vio al comandante. Estaba a su izquierda, sentado junto a una mesita de la pared, con un teléfono entre las manos.
Rápidamente, se acercó a él y levantando el subfusil, disparó. Cuando se hubo cerciorado de que ya estaba muerto, dejó el arma sobre la mesa y se echó en el sofá.

Horas después se toparon con Chantoeu, que aguardaba junto a un cambio de agujas para desviarlos hacia Suiza.
Cuando llegaron allí, en la primera estación, liberaron a los prisioneros. Muchos de éstos, les preguntaron dónde estaban, y qué había pasado, y ellos, mirando un instante el pequeño apeadero que había detrás, respondieron:
"lo que ha ocurrido es justicia, y donde estáis, es libertad".