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El último deseo

La sentencia ha caído definitivamente sobre mí: debo ser fusilado. ¿Por qué? ¿Acaso importa? Todos somos siempre culpables de algo: no ir a misa, llevar el cabello largo, beber más de la cuenta, arengar contra el gobierno, manifestar un deseo inconfesable y de quién sabe cuántas otras barbaridades y atrocidades que la sociedad actual tiene a bien condenar. Mi caso no ofrecía esperanza y así lo tomé. Eso es dignidad y no iba a última hora a buscar compasión por un poco más de vida que a la final no sabría cómo emplearla.

El pelotón de fusilamiento estaba preparado. Cinco indiferentes hombres apuntaban sobre mi cabeza (lo supongo, porque a lo mejor alguno apunta al corazón, otro a los riñones y quizás alguno -desprevenido- dispara a los cojones) y yo los observaba con curiosidad. Imaginaba que al terminar el día llegarían a casa y contestarían: “Me fue bien, amor, gracias; un día normal, ejecutamos como a seis; no, no sé por qué los condenaron, algunos parecían inocentes; tal vez sólo eran culpables de haber nacido”. Luego besan, abrazan a su mujer, a sus hijos y duermen en paz por el deber cumplido (algún amigo me comentó que para dar alivio sicológico a estos verdugos, una de las armas que se les entrega lleva balas de salva, con lo cual cada uno se la atribuye y con ello obtienen la liberación de su culpa). De cualquier manera, el trabajo bien hecho (sea cual fuere) no deja remordimientos de conciencia. Por ello será también que a uno le cubren los ojos, para que no los mire con odio, con resentimiento o con súplica lastimera.

En efecto, el capitán del pelotón traía la venda en sus manos, pero antes, y a lo mejor, por puro formulismo, me dijo: aún puede pedir un último deseo. ¿Qué quiere?...

¡Vaya preguntica! ¿Que, qué quiero? La libertad, cabrón. El castigo para quienes me condenaron injustamente. La abolición de la pena de muerte. La muerte a la muerte. La paz sin distingo de color, olor o religión. ¿Que, qué quiero? ¡Qué pregunta más estúpida! Sin embargo, sí pensé en algo, a pesar de lo poco o nada que en medio de tales circunstancias un reo puede exigir: ¿Un cigarro? No. Yo no fumo. ¿Un vaso con agua? Un trago sería suficiente. ¿Acaso confesarme? ¿De qué? ¿Ante quién? No sé, es difícil (continué pensando...)

-Señor -dijo el capitán interrumpiendo mi meditación-, no tenemos todo el día, qué espera como última petición. Es una cortesía que debemos cumplir. No haga que nuestro trabajo sea más difícil de lo que ya es -dijo con algo de sincero sentimiento el capitán-. Y yo que creía que eran desalmados.
-Sí, sí tengo un postrer deseo. No quiero que anuncien o griten la consabida señal: ¡atención, apunten, disparen! Quiero ahorrarme esa final y tortuosa angustia. Quiero que sea silenciosa, espontánea, poco ritual. Tal vez hasta dulce. Que disparen cuando quieran, sin avisármelo. Yo estaré aquí, de píe, sin imaginar ese fatídico momento. Deseo dedicar mis últimos pensamientos a la oración, a mis hijos, a mi madre o a quien sea, pero sin distracciones, ¿me comprende, usted?
-Es contra las reglas, pero hecho -dijo el capitán sin vacilar-. Acto seguido se acercó al pelotón y les explicó mi petición. Entre ellos se miraron desconcertados. Sin la orden de un superior, le correspondería a cada uno tomar la iniciativa de ajusticiarme y eso -al parecer- los convertiría en asesinos y no en verdugos. Pero mi decisión debía ser obedecida, acaso la única que me sería respetada en toda mi vida. Un honor y un privilegio que por siempre recordaría. Entonces, tranquilo, acepté la venda y esperé...



Bogotá, Octubre 21 de 1.998
Datos del Cuento
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