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El viaje del profeta

El viaje del profeta



Por aquellos días viajaba el profeta, siempre adelante, en derechura al mar. Días enteros caminando, noches en vela después de una larga reflexión donde rumiaba aquello acontecido y lo que aún tendría que venir. Era un gran erudito en diversas materias, profundo conocedor de los místicos arcanos de la vida, versado en metafísica… y, sin embargo, nunca había visto el mar.
Aquella noche se sentó a la orilla de un polvoriento camino e hizo una frugal cena; después meditó sobre lo acaecido en aquél largo día de marcha.
Hacía frío. Las estrellas rielaban en el firmamento. El profeta encendió fuego y las miró un rato. Después vino un golpe de viento que se oyó silbar entre las rocas.
-Es muy duro caminar solo –dijo el viento.
El profeta continuó mirando las estrellas, haciendo caso omiso de aquellas sibilantes palabras.
-Los días se convierten casi en un infierno.
Nada…
-Un buen amigo es de lo más necesario.
El profeta miró a donde el viento rugía con más fuerza:
-Lo sé.
-Un viaje muy complicado el tuyo- susurró de nuevo el viento -: Las adversidades aumentarán cada día.
-La vida está llena de adversidades –sentenció el profeta. Y luego volvió a mirar alrededor, pero el viento no se veía, sabía esconderse como nadie para permanecer invisible.
-Hay un gran desierto que obstaculizará tu marcha. Días de intenso calor te esperan, noches de un gélido frío que helarán tus entrañas: ¡El infierno de Dante te espera!
-La dureza del camino hará más dulce la sensación de alivio de la llegada –filosofó el profeta.
Hacía un rato que la luna estaba observando al profeta. Lo hizo nada más levantarse del horizonte y escalar el cielo. La luna dijo:
-Veo que eres un hombre sabio, instruido; ¿no te parece descabellada esta empresa?
-Tal vez lo sea.
-Yo he visto el mar –dijo la luna -, lo veo cada noche que salgo al cielo. Mi reflejo se empapa en sus aguas, que juegan a transportarlo, sin lograr moverlo nunca de su lugar.
-Yo, en cambio, todos los días hago un largo camino -aseguró el profeta -. Creo que no hay parangón en esta extraña dualidad nuestra. Cada uno tiene su cometido y sus causas.
-Si alguien debiera engreírse de conocer el mar ese soy yo –dijo el viento -: yo exacerbo o atempero su furia con mis soplidos, elevo o menguo sus olas. En fin, lo torno respetuoso o implacable, según mi conveniencia.
-Ya veo que tienes poder e influencia sobre el mar; pero no con ello tendrás grandes conocimientos sobre sus misterios, que al fin y al cabo a mí es lo que me interesa.
El viento enmudeció. La luna, pálida sobre el cielo, tampoco medió palabra alguna. Las sombras oscuras, que rocas y colinas dibujaban en aquel paraje comenzaron a moverse (parecían inquietas, se retorcían y arrastraban por doquier). Las sombras dijeron:
-Dinos cuanto quieras saber de los misterios del mar, profeta, nosotras saciaremos tu curiosidad, pues no sabemos de otra cosa que no sea de misterios, futuros o pretéritos.
El profeta se asustó por la actuación, inopinada y vocinglera de las sombras. Al punto volvió la vista hacia ellas y preguntó:
-¿Quién engulló el pez que se alojó en el vientre de la ballena?
-¡Lo sabemos! –gritaron las sombras, risueñas -: Quien, en cuestión, fue Jonás. Él era pescador y había comido pescado antes de que la ballena se lo tragara.
El profeta no se sorprendió lo más mínimo de la agudeza de las sombras. Volvió a la carga con una nueva pregunta:
-¿Por qué lloran las sirenas?
Las sombras se removieron nuevamente.
-El llanto de las sirenas es un recuerdo instintivo al rememorar el lejano día en que podían caminar sobre la tierra.
-Son astutas tus preguntas, profeta –terció el viento -; pero la sagacidad de las sombras es aún mayor.
El profeta miró alrededor como intentando encararse con el mismísimo viento. Levantó una mano y dijo:
-Haré, si me lo permitís, una última pregunta: ¿Quién es aquel que en su falta de constatación conoce, en cambio, todo lo concerniente o relativo a aquello que produce dicha falta?
A la sazón un tenebroso silencio se extendió largo rato, como una ancha vela que se había izado en el mundo que les rodeaba.
-Una pregunta muy oscura, profeta –terció la voz de la luna, rompiendo lo que parecía un mutismo eterno -. Sé que estás versado en dogmas metafísicos; creo que las sombras no podrán contestar tu pregunta.
-Creía que tenían gran sagacidad –ironizó.
-Eso no es un criptograma para nosotras; tan solo es un principio subjetivo que sólo él puede responder –barbotaron, malhumoradas.
El profeta miró al punto más oscuro de aquel paraje, donde las sombras se apiñaban y retorcían.
-Claro que es una pregunta subjetiva, quizá demasiado para vosotras. Pero no es un principio: el principio subjetivo está más allá de toda especulación y vosotras jamás llegaríais a él, pues no habéis sido capaces de desentrañar una simple pregunta retórica –el profeta se silenció un rato tras estas palabras. La luna se veía oronda en el cielo nocturno; el viento silbaba, pero tenuemente. El profeta volvió con una nueva andanada -: Sois sabias, conocedoras de mucho o de nada… ¡no lo sé!; pero nunca omniscias. Nadie puede saber todo aquello cuanto se puede aprender. Yo mismo puedo decir que no soy conocedor de algo sino un desconocedor de mucho. Aun así no soy un ignorante, y si me he permitido ser pedante con vosotras es para demostraros que no ahoga quien más fuerte aprieta sino aquel que con más constancia persiste. Deberíais haber dilucidado mi pregunta; pero, obviamente no fue así. Sabed que cada ser que vive, se mueve y respira es un mundo, y en él se hallan los conocimientos que lo componen.
-De todas formas mañana será otro día –silbó la voz del viento -. Y tal vez en ese mañana aún no descrito hallarás el mar o cuanto en él vas buscando.
- Creo que tienes razón, viento: comienzo a darme cuenta que este viaje está teniendo demasiada carga para mí.
Luego vino de nuevo el silencio, volando, y se acopló allí para deleite y saboreo de todos. Todo permanecía fundido en la espera del tiempo, como detenido, pausado.
El profeta, apesadumbrado, balbució:
-Dejadme solo, por favor; quiero meditar, dormir un poco tal vez y descansar.
Y todos se fueron. El viento dejó de soplar. La luna se escondió tras unas nubes errantes. Las negras sombras se difuminaron por toda la tierra, quedando el mundo bañado con una extraña oscuridad plateada.
El profeta se acostó en un lecho de hojas secas y miró el cielo. En él vio algunas estrellas brillantes que asomaban entre las itinerantes nubes. A su pensamiento parecían llegar un leve murmullo de olas romper, un fino olor a espuma salada que parecía embargarle, llenando a rebosar su conciencia y una excitación que, probablemente, no le dejara dormir en toda la noche. Ya estaba muy cansado, casi exhausto. Él sabía que, con su falta de constatación, no lograría el cometido impuesto. ¡Estaba dentro del negro pozo de una locura! Era más lerdo e ignorante que las propias sombras, en la consecución de esta empresa. Pero no podía parar. Ya nada le quedaba detrás de sí. Era como si tras él, la tierra se fuera desmoronando y cayendo al vacío. Debía, pues, continuar hasta el final, fuera el que fuese.
Y se durmió…


© J. Francisco Mielgo/25/04/2005
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