El viento soplaba con fuerza moviendo los árboles del parque: varios abetos, dos acacias, dos moreras y unos cuantos falsos plátanos.
El parque era muy pequeño, pero disponía de todo lo que tiene que tener un parque: árboles, césped, farolas, muchos asientos, un pequeño espacio para el ocio infantil, con su tobogán y sus columpios y dos fuentes.
El viejo gruñón miró por el ventanal del comedor, lugar desde el que se divisaba cómodamente sentado en el sofá la mayor parte del pequeño parque.
-¡Vaya, hoy no hay perros¡ ¡Malditos animales¡ El viejo gruñón, no es necesario decirlo, odiaba a los perros y por extensión a sus dueños. Desde la altura de su casa, parecía que el suelo del parque era llano como una hoja de papel, pero la única vez que bajó comprobó que el suelo inclinado no iba muy bien para su cojera. ¡En este parque sólo se ven perros! Sentenció, y no volvió a pisarlo.
El anciano vigilaba atentamente el parque a cualquier hora. Observaba si los dueños de los perros no cumplían con sus obligaciones higiénicas y entonces comenzaba la función:
¡Sinvergüenza! ¡No sabes que tienes que recoger la mierda del perrucho! ¡Así, así, ponle el morro que chupe bien la fuente para que luego vengan los niños y chupen también!
La verdad que el viejo gruñón en ocasiones llevaba bastante razón. Muchos dueños de los perros no cumplían con sus obligaciones: No les ponían bozal, no recogían las deposiciones que hacían, dejaban que chupeteasen las fuentes y los asientos, no impedían que orinasen en cualquier esquina del edificio…
Un día, el viejo gruñón, al salir de la puerta del piso, coincidió con los vecinos tomando el ascensor. Vio correteando por el suelo algo parecido a un ratón grande, que se desplazaba de aquí para allá como un coche teledirigido. Entraron juntos en el ascensor y no pudo por menos que fruncir el ceño cuando la dueña dio un amoroso beso en la boca al pequeño chihuahua.
-Vaya (pensó el viejo), lo que nos faltaba.
Hay que conocer los detalles para comprender la actitud del viejo gruñón. De niño un hijo del viejo gruñón fue operado de un quiste hidatídico, y ese hecho le puso muy en contra de los canes.
Tan famoso se había hecho en el barrio el viejo gruñón por su animadversión a los perros que muchos vecinos se dirigían a él con frases como esta:
- Es una vergüenza como dejan todo.
- No hay derecho. Había que quejarse al alcalde.
Con la llegada del buen tiempo, el viejo gruñón, que a pesar de la cojera andaba grandes trechos, gustaba pasear por la zona de nueva urbanización, entre el camino de los Royales y la Avenida de Valladolid. Es una zona estupenda para pasear, da el sol permanentemente, porque con la crisis no se han construido pisos pero se realizó la primera fase de urbanización y hay calles asfaltadas, aceras y jardines.
El viejo cierto día paseaba su soledad cuando un perro labrador de color amarillo sucio y nariz rosada comenzó a seguirle a distancia. El viejo gruñón se apercibió de su presencia miró con cierto desaire y continuó su camino. El perro le siguió con una mirada triste. El anciano miró una y otra vez. De haber tenido una piedra a mano se la hubiese lanzado, pero casualmente metió la mano en el bolsillo y había un pequeño mendrugo de pan. Se lo lanzó, el perro se lo comió y en sus ojos tristes se advirtió un brillo de agradecimiento. El viejo gruñón se puso contento y una sonrisa apareció entre las arrugas de su cara. El perro debía estar abandonado pero tenía algún cobijo. Al día siguiente el viejo volvió por el mismo camino, previamente había guardado en una bolsita unos huesos. Su corazón se alegró cuando vio a lo lejos al perro que comenzó a seguirle. El hecho se repitió durante toda la primavera.
No creamos que el viejo depuso su actitud, desde su atalaya, si advertía que alguien no recogía las cacas del perro o lo llevaba sin bozal, seguía gritando como un energúmeno:
¡Así, así no recojas la mierda, para que pueda revolcarse en ella cualquier niño! Pero ahora, después del comentario una sonrisa emergía en la cara arrugada del viejo gruñón recordando a su nuevo fiel amigo.