El pequeño taller estaba impregnado del olor a madera y a cola. Olía a madera de pino, de ébano. El viejo luthier parecía un árbol que el viento de los años había encorvado. También él olía a madera y sus manos se movían como si tocara una invisible guitarra.

De las paredes colgaban fotos de grandes concertistas dedicadas con agradecimiento. Todas las guitarras de las fotos las había hecho por encargo. Otras las primeras que fabricó las compraron los mozos del pueblo que ahora eran viejos como él y ya no salían de ronda.

Iba al taller cada día. Su hijo había tomado su relevo y trabajaba con tanto mimo y esmero como su padre. Algunas veces cuando las manos del viejo luthier no estaban tan inquietas el hijo le pedía que templara una guitarra a la que le había puesto la primera y la sexta cuerda, esa era la prueba de fuego para la resonancia, después se añadían las otras cuatro cuerdas.

El viejo luthier también había sido guitarrista, "tocaor", como se dice en los ambientes flamencos y cuando templaba alguna guitarra canturreaba una de aquellas coplas que acompañó tantas veces:

La guitarra que yo toco
siente como una persona,
unas veces canta y rie,
otras veces gime y llora.

(Dedicado a mi amigo Ángel)