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La princesa Juana vivía en su castillo cercano a los bosques de Carterbaugh, pero el celo de su padre el rey la obligaba a sufrir una clausura más propia de monjas que de muchachas de su edad. Por eso, el día que halló unas piedras derrumbadas en la vieja tapia que rodeaba el huerto no se lo pensó dos veces, se arremangó las faldas y pasó por la oquedad hacia el horizonte verde poblado de árboles que se extendía ante ella. Corrió durante más de media hora, sin atreverse a volver la mirada, temiendo ver a los guardianes persiguiéndola a caballo. Pero esas eran imaginaciones suyas. En realidad los guardianes tenían otras cosas más importantes de las que ocuparse, pues el rey había convocado un importante consejo ante la inminencia de unas violentas revueltas en la comarca.
La princesa Juana se dio cuenta de que se hallaba en el interior de un bosque cuando empezaron a escocerle los arañazos de sus manos y de su rostro. De repente, el sol que lucía al salir del castillo había desaparecido bajo la sombra de los imponentes árboles y de sus apretadas copas. No había sendero para sus pies doloridos, ni banco para reposar, pero nada de eso importaba: la libertad era la libertad. Entrevió un rayo dorado que hendía la húmeda atmósfera entre los troncos grises y las enmarañadas ramas. Se dirigió hacia allí, dejando más retazos de sus prendas enganchados a las zarzas. El sol había conseguido colarse e iluminaba una pequeña pradera con flores azules y violetas. Aquello sí que era belleza y no el ordenado jardín de tulipanes del castillo. Se recostó la princesa, luego, riendo, como una niña, se revolcó sobre la hierba húmeda, y, al fin, se sentó, feliz y risueña. No pudo resistir la tentación de arrancar las flores de tallo más largo, pero se detuvo en seco al escuchar un ruido tras de sí, entre los árboles. El corazón comenzó a latirle deprisa. Escrutó con la mirada todo a su alrededor sin distinguir nada anormal, salvo ramas, hojas y troncos; sombras y luces; crujidos y aleteos; lo normal, se dijo, en un bosque como éste. Pero la voz que escuchó no la esperaba, y le hizo dar un respingo:
-Siento deciros que debéis abandonar este lugar cuanto antes, Milady.
De un árbol se descolgó un joven, que fue a parar delante mismo de ella. La princesa se puso rápidamente en pie, tratando de recuperar por todos los medios la dignidad perdida.
-¿Y quién me lo ordena, señor?¿Quién osa a decirle lo que tiene que hacer la hija del rey en sus dominios?
-Milady, estos dominios son libres, y por ser libres, pertenecen en exclusiva a los Elfos. Que yo sepa, nadie os ha dado permiso para arrancar esas flores, por muy hija de rey que os consideréis.
El joven contestó con arrogancia y con una pizca de furor contenido. Pero todo su aplomo se vino abajo cuando la princesa siguió diciendo:
-Mis excusas, entonces, por mi ignorancia. Apenas he salido más allá de los límites de la muralla de mi castillo y no conozco las antiguas costumbres más que lo que cuentan las comadres junto al fuego. Si os he molestado...- y terminó inclinando la cabeza.
-Perdonadme a mí, por mi brusquedad...-dijo entonces el hombre, mostrando un pesar real, desarmado ante la sencillez de la dama, y deslumbrado por su belleza- Mi nombre es Tam, y mi trabajo es alejar a los humanos de este bosque, pues soy un Vigilante de los Elfos. Yo debería ahora dar el aviso y apresaros para someteros a su voluntad, mas no temáis, bella dama, que no lo haré. Antes bien, os acompañaré hasta los lindes de Carterbaugh, si aceptáis mi humilde compañía.
-No sólo la acepto, Sire, sino que me agradaría gozar de vuestro acompañamiento por más tiempo, y desearía que aceptarais la hospitalidad del rey y la mía propia, y vinierais a alojaros al castillo.
-Mi Señora... eso no es posible, los Elfos, mis amos, nunca lo consentirían. Estoy condenado a permanecer aquí siempre, salvo que ocurriera algo muy especial que ni soñar puedo.
-Por favor, Sire, decidme qué es necesario para ello, ¿necesitáis riquezas con las que comprar vuestra libertad? ¿armas acaso? ¡Decídmelo presto y haré que os lo consigan!
El joven la miró, se acercó a ella y la tomó de la mano, haciendo un gesto para acomodarse juntos sobre la hierba.
-Milady, vivo aquí escondido desde muy niño. Soy hijo único y ya he perdido toda mi esperanza de volver a ver con vida a mi padre ni a mi madre. Cuando cumplí doce años insistí para que me dejaran participar en una cacería, a pesar de la oposición inicial de mi padre. Lo logré y a duras penas aguanté unos minutos con el grupo a caballo. Mi inexperiencia, unida a mi arrogancia, me llevaron a perderme por el bosque montado en mi cabalgadura. Oscurecía, se levantaba el fuerte viento del norte, no notaba ya las manos desnudas y pronto un calambre me hizo caer de la montura. El caballo huyó relinchando de miedo. Eso es lo último que recuerdo. Cuando desperté me di cuenta de que estaba en posesión de los Elfos. Ellos me criaron y me obligaron a hacer la promesa que desde entonces me ata a su servicio.
El sol que antes iluminaba el claro se había ido apagando. La luz era ahora rojiza. Las flores se habían cerrado sobre sí mismas, esperando la noche.
-Dentro de una horas, Milady, los Elfos, encabezados por su Reina, organizarán una cabalgata para ir a celebrar la Fiesta del Solsticio. Si antes de que amanezca sigo con ellos, estaré definitivamente condenado, sometido a ellos de por vida. Sólo hay una posibilidad, pero es tan pequeña que no merece la pena que os apesadumbre más con mis cuitas, mi Señora, por favor, acompañadme, salgamos de aquí, antes de que caiga la noche.
El joven se levantó con gesto decidido, pero Juana le cogió de la mano y le obligó a seguir sentado junto a ella.
-Confiad en mí, Tam. Una corazonada me dice que nuestro encuentro no ha sido fortuito. Decidme, por lo que más queráis, cuál es esa esperanza de la que habláis, y no me ocultéis nada como me parece que hacéis, quizá pensando que de esa forma me protegéis. Antes al contrario, si no os puedo ayudar, permaneceré aquí hasta que lleguen ellos, y, oídme bien, estoy dispuesta incluso a convencer a la mismísima Reina de los Elfos de que os libere. Así que, ¡hablad presto, Sire!
La determinación parecía tan firme, su apostura era tan regia, que el joven Tam acabó por ceder, e incluso llegó a recuperar un atisbo de confianza en la posibilidad de salir de allí.
-Está bien, mi Señora, creo que podemos intentarlo. Escuchad atentamente porque deberéis hacer todo exactamente como os lo diga, de no hacerlo así las consecuencias serían terribles, y no llego a imaginar de qué sería capaz la Reina élfica con una princesa humana bajo su poder... Recordad que nos encontraremos frente a poderes muy antiguos, no hablamos de fuerza ni de inteligencia, así que no tratéis de usar ni la una ni la otra. Ante los Elfos no sirve de nada preguntarnos la razón de lo que vemos, sencillamente lo vemos, sucede y ya está. Y debo preveniros de que os vais a enfrentar a sucesos horripilantes, pero deberéis soportar todas las visiones sin ceder en nada, sin flaquear ni un sólo instante. Pensad que el sufrimiento es tal sólo cuando lo reconocemos así ¿Estáis dispuesta a pesar de todo?
La joven tan sólo pudo asentir con la cabeza, notaba un nudo en el estómago, la lengua paralizada y la boca seca.
-Como os decía antes, esta noche la Reina y su Corte de Elfos pasarán por la encrucijada que hay en el centro del bosque. Irán de camino hacia el castillo en ruinas, donde acude todo el Pueblo de las Hadas a celebrar el Solsticio. Deberéis estar allí, en el cruce mismo, escondida. Veréis a la Reina en cabeza, montada en su caballo y seguida de cerca por un grupo de jinetes. Detrás marchará otro grupo que dejaréis pasar. Por último, yo cabalgaré con los del tercer grupo. Me reconoceréis por mi montura, que será blanca, y por una cinta dorada con la que ceñiré mi cabello. Acercaos entonces, sin mirar atrás, tomad las riendas de mi caballo y detenedlo. Yo me deslizaré de la silla y vos me tomaréis entre vuestros brazos. No me dejéis fuera de vuestro abrazo pase lo que pase, y sobre todo, por lo que más queráis, no habléis, no abráis vuestros labios por muchas visiones terroríficas que contempléis. Porque si eso sucede... Dios no lo quiera, sólo una palabra, y todo resultaría en vano, la desgracia caería sobre vos y sobre mí.
La princesa asentía continuamente, y trataba de dibujar una débil sonrisa que ocultara el temor que sentía en ese momento. Se levantaron y esta vez fue Tam el que cogió su mano y la acercó a sus labios:
-Y ahora debo marcharme. Confío en Vos, mi Señora, si algo saliera mal, con mi vida defenderé la vuestra, no lo dudéis. Y cuando salgamos de aquí, os lo juro por la memoria de mi padre y por esta su espada, seré vuestro esclavo y vuestro paladín.
Dicho esto, echó a correr y desapareció entre los árboles enseguida. La princesa se dio cuenta entonces de que la noche ya se había cerrado sobre el bosque, oscuridad sobre oscuridad, y se apresuró a buscar el camino que la conduciría a la encrucijada. No fue muy difícil, después de unos instantes de aturdimiento. El estrecho sendero pelado, sin hierba, resaltaba por su claridad sobre el resto de la maleza, y lo siguió, hasta llegar enseguida a otro lugar abierto, donde confluían los demás caminos. Allí, detrás de un matorral se escondió, dispuesta a esperar a la Cabalgata de los Elfos, tratando de acallar el ritmo desesperado de su corazón.
No pudo saber cuánto tiempo pasó. Un ruido como de hojas arrastradas por el viento la sacó de su ensimismamiento. Por el camino de su izquierda los árboles parecían moverse. Unas sombras se fueron haciendo cada vez más consistentes. Alguien vestido de un blanco deslumbrante, visible aún en medio de la negrura de la noche, como una fosforescencia venida de otros mundos, apareció ante sus ojos. Se trataba de la imponente figura de la Reina de los Elfos, ataviada con gasas de suaves colores luminiscentes, tan claros que parecían blancos. Sobre su rostro brillaban, fríos, dos ojos verdes como fuegos fatuos. Montaba a la antigua usanza inglesa, a la dama, sobre un soberbio ejemplar negro, tan oscuro que parecía cabalgar sobre el vacío del firmamento. Al pasar a su lado, la princesa se echó a temblar, porque en ese momento la Reina élfica bajó la cabeza un instante, hacia el matorral que le servía de escondite. Afortunadamente, un caballero se adelantó unos pasos colocándose entre ella y la reina, y siguieron su camino. Detrás, el grupo estaba formado por una veintena de elfos y elfas, se oían canciones lejanas y música de laúd y arpa. Pero Juana observó con gran extrañeza que las pisadas de los cascos de los enormes caballos, todos negros, no hacían ningún ruido. Al cabo de un rato que a la muchacha le pareció muy breve, apareció el segundo grupo de jinetes, con los caballos animados en un lento trotecillo. Este grupo resultaba mucho más curioso que el anterior. Supuso que se trataba de los guerreros elfos, pues iban vestidos con armaduras que despedían destellos verdes, como si la luz saliera del mismo metal bruñido. Espadas y lanzas, escudos y jabalinas refulgían como estrellas de plata. Algunos lucían yelmos coronados por impresionantes penachos, plumas flamígeras y cabezas de dragones y murciélagos. Otros llevaban los joviales rostros descubiertos y sus dientes también brillaban con una extraña blancura fosforescente. Los caballeros élficos gritaban y reían a carcajadas, y con ellos cabalgaban tanto en sus propios caballos como a las grupas de los de los hombres, hermosas damas ataviadas con vaporosos vestidos de cortesanas. En torno a ellos, por debajo de las largas patas de los caballos, sujetos a las crines y a las colas, dando brincos circenses, una tropa de hombrecillos grotescamente ataviados correteaba de aquí para allá, parloteando incomprensibles jerigonzas con voz chillona, cantando y soplando flautas de todos los tamaños y formas. Cuando desaparecieron por el recodo del camino que se internaba otra vez en el bosque, el silencio parecía sepulcral después de tal algarabía. Los minutos se alargaron ahora. El tiempo no avanzaba, y Juana comenzó a sospechar que todo había acabado, y ella había sido objeto de las bromas de los Elfos, incluido el hombre que dijo llamarse Tam. A punto estaba de levantarse cuando escuchó, esta vez claramente, el sonido de los cascos de los caballos. Pero en esta ocasión no eran elfos, sino seres de carne y hueso, a juzgar por el profundo retumbar de las pisadas de las bestias. Apareció por fin el tercer grupo, formado en su totalidad por hombres con los rostros al descubierto, serios, tristes y absolutamente silenciosos. Los caballos eran de distinta pelambre, y entre todos ellos destacaba un animal blanco montado por Tam, quien, como prometió, lucía en su frente una banda dorada. Haciendo acopio de valor, Juana salió de su escondite y se dirigió con paso decidido hacia el corcel blanco. Tuvo que esquivar a varios caballos, y ninguno de los jinetes parecía ver lo que sucedía delante de él. Tampoco Tam la miró cuando se puso a andar a su lado, antes de coger las riendas. Luego tiró de la brida y el animal, piafando nervioso, se detuvo. Tam parpadeó un momento, como si despertara de un sueño, levantó la pierna contraria por encima del lomo del caballo, y se deslizó a este lado hacia el suelo, yendo a parar, de pie, entre los brazos de Juana. ¿Tan sencillo había sido? -se preguntó la muchacha- ¿ya había terminado todo?
Entonces, un viento de tempestad se levantó al instante, el aire se puso a silbar como mil serpientes al unísono, y las copas de los árboles se azotaron unas a otras, provocando un estruendo enorme, a la par que los rayos chasqueaban sobre ellos y los truenos retumbaban ensordecedores. Como surgido de la misma noche, un enorme potro negro pareció volar hasta donde estaban la princesa y el vigilante. Los belfos de la bestia lanzaban espumarrajos, sus relinchos destrozaban los tímpanos y sus cascos brillaban como si estuvieran envueltos en metal. Montada a horcajadas sobre la inmensa cabalgadura, la Reina de los Elfos reía y gritaba con voces de locura, y su mirada era capaz de helar a quien la contemplara. Hizo corcovear al cuadrúpedo infernal y ponerse de manos a un palmo de la cara anonadada de Juana, pero la muchacha consiguió dominar el miedo, o quizá el miedo la atenazaba en su sitio ante la visión demoníaca de la Elfa. Cuando creía que iba a volverse loca, algo frío y pringoso se movió entre sus brazos, y el horror se quintuplicó: ¡Tam había desaparecido y en su lugar un lagarto gigantesco se debatía por escapar, arañándole y rozándole con la lengua bífida! Apenas pudo reprimir la náusea, y tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para no soltar a ese aborto de dragón en que se había convertido el joven. Pero no acabó allí el pánico, lo que vino después fue peor. El lagarto perdió sus patas y alargó su cuerpo. Se transformó en una interminable serpiente verde amarillenta, de escamas brillantes, que le atenazó la cintura y las piernas con sus anillos, con la intención de ahogarla para clavarle los dos afilados colmillos venenosos que en ese momento lucía ante los ojos desorbitados de la infeliz dama. Nada parecía ya capaz de superar tal pavor, cuando la serpiente desapareció y, en su lugar, encima de los brazos desnudos de Juana, comenzó a arder un gran pedazo de carbón al rojo vivo, llagándole la piel abrasada. Temblando por el tremendo esfuerzo, la pobre muchacha aún consiguió aguantar el dolor el tiempo suficiente para que las lágrimas que caían abundantes de sus ojos fueran apagando con un siseo la turba, mientras se oía la voz estridente de la Reina de los Elfos:
-Está bien, lo habéis conseguido. Habéis logrado vencer a la Reina de los Elfos. He cometido un error que nunca volveré a cometer: he infravalorado tu valor, el valor de una mujer humana. La vergüenza y el orgullo herido son ahora mi penitencia, por encima de mi odio y mi afán de venganza. Pero huid, rápido, marchad lejos de aquí. El deseo de volver a encontraros dentro de mis dominios mantendrá mi ira encendida, y si tal ocurre, si volvemos a encontrarnos, creedme que no se habrá visto hasta entonces una venganza igual ni en este mundo ni en los otros.
El caballo negro se encabritó una vez más, una llamarada verde iluminó los ojos de la Reina élfica, y los árboles parecieron abrirse como una cortina que engulló a la oscura aparición.
Al cabo de un tiempo, por un extremo del bosque de Carterbaugh, salieron un hombre y una mujer. Caminaban a duras penas, apoyándose el uno en la otra, en dirección al castillo cercano, cuando una tropa de soldados les dio el alto. Los hombres armados tardaron más de diez minutos en convencerse de que aquella joven vestida con harapos, de rostro demacrado, ojos enrojecidos, mechones blancos en el cabello y mirada demente, decía la verdad cuando se presentó como la Princesa Juana. Al cabo de muchos años, todos en la comarca la recordaron como la Princesa que venció a la Reina de los Elfos.
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