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El vuelo del cóndor

Timo vivía en un pequeño poblado al pie de la cordillera de Los Andes. A pesar de ser un niño pequeño, en Diciembre acompañaba a su padre a las veranadas, enormes extensiones de verde pasto donde el ganado vacuno u ovino era llevado después del duro invierno para alimentarse. 

En aquellas latitudes la soledad era inmensa. Hacia donde se volviese la vista no se divisaban rastros humanos. La naturaleza bendecida en esa región rebosaba belleza. Cuando estaba despejado podía afirmarse que aquel era el cielo más claro, el aire más puro, el agua más cristalina, las montañas más majestuosas, la tierra más fértil y el pasto más tierno y verde de todo el mundo. 

Cada tarde, cuando Timo se sentía ya cansado de jugar, trepar y correr tras las ovejas, le gustaba tenderse sobre la fresca hierba y contemplar el vuelo de los cóndores sobre las altas cumbres. 

¡Que aves tan majestuosas, serenas y afortunadas! ¡Que hermoso era verlas deslizarse sobre el viento con sus enormes alas extendidas!, sin prisa, sin cansancio... 

¡Que vista maravillosa debían tener desde allá arriba! La imponente cordillera con sus impenetrables alturas, el verdor fresco de las veranadas...¿quién sabe si desde allá arriba podrían incluso ver el mar? 

El mar... Timo varias veces había oído hablar de él. Decían que era enorme y azul... pero ¿qué tan grande podría ser? ¿Más que la cordillera? No, ¡imposible! Nada en este mundo podría ser más grande que la cordillera. Él había estado a gran altura. Él había llegado hasta un lugar en que ni el más valiente de los hombres se atrevería a continuar. 

Muchas noches, vencido por el cansancio, se quedaba dormido pensando en el mar. 

Una noche soñó que era un cóndor y que agitando sus enormes alas ganaba altura y luego planeaba sobre las olas y se deslizaba por las corrientes de aire sintiendo el viento en sus plumas y el sol en su cabeza. ¡Fue el sueño más hermoso de toda su vida! 

Una tarde un jinete pasó por el lugar. Iba completamente solo. Se acercó a Timo y a su padre saludándolos con cara muy seria. Había algo en su mirada que no le agradó a Timo y tampoco al viejo Rex que no dejaba de ladrarle y de mostrarle los dientes. 

- Buenas – saludó el desconocido tocándose el ala del sombrero. 

- Buenas – respondió el padre de Timo. 

- Se acerca la noche y me agradaría algo de compañía para charlar. ¿Les molestaría si me quedo? - preguntó el extraño. 

Timo escudriñó la mirada de aquel hombre. Había algo oscuro en él, pero no sabía decir exactamente qué. 

Esa noche los tres se sentaron junto a una fogata bajo el cielo estrellado. 

Ambos hombres conversaron a un ritmo monótono y cansado y Timo se durmió una vez más imaginando el mar. 

A la mañana siguiente el niño despertó cuando el sol ya estaba alto. 

La improvisada choza en la veranada era cruzada lado a lado por rayos de sol como si fuesen doradas espadas. 

Timo se levantó y salió afuera. Ya no había rastros del desconocido. Su fiel amigo Rex vino corriendo a saludarlo, meneando alegremente la cola y acercando su cabeza para recibir caricias. 

Era una hermosa mañana y después del desayuno, como todos los días, Timo salió a pasear, pero esta vez algo nuevo sucedió... había encontrado una liebre patagónica herida. Pese a estar lastimada corría con mucho esfuerzo. 

Rex y Timo comenzaron a perseguirla y sin darse cuenta se alejaron mucho más que de costumbre. Cuando el sol estuvo alto, ambos se encontraron en una emplanada rodeada de cerros. Más allá las altas cumbres brillaban con plateado fulgor. 

Cuando Timo miró a su alrededor se sintió desorientado. Estaba perdido. 

- No importa – pensó – Intentaré encontrar el camino por el que he venido... 

Rex me ayudará – Dicho esto olvidó a la liebre que ya se había perdido de vista y dio media vuelta mientras Rex estaba entretenido olfateando la entrada de una madriguera. 

Cuando comenzaba a regresar... o al menos eso creía, divisó a lo lejos un cóndor que suavemente descendía hasta tocar tierra. 

– Intentaré acercarme sin que me vea – pensó Timo. Nunca había estado cerca de uno, solo los veía siempre en lo alto jugando con el viento. Sigilosamente se arrastró entre la hierba. Rex seguía escarbando ansioso en la entrada de la madriguera. De pronto Timo descubrió algo terrible... 

Camuflada en el pastizal había una trampa para cóndores y el que había visto descender se encontraba precisamente dentro de ella. 

Estas trampas consisten en un pequeño corral de 2 metros cuadrados, dentro del cual hay un tentador cebo de carne muy salada. Después de que comen a saciedad, un envase con agua los espera para apagar la sed que la sal les provoca. 

Finalmente les es imposible levantar el vuelo ya que por el peso ganado necesitarían varios metros para tomar impulso y poder elevarse. Cerca de la trampa, Timo divisó el caballo de aquel oscuro hombre que había pernoctado con ellos. Era él quien andaba cazando cóndores. ¡Tenía que salvar a este cóndor antes de que el hombre apareciese!. 

Como Timo se había demorado largo rato arrastrándose entre la hierba, el cóndor ya había comido suficiente y con gran deleite bebía el agua. 

Al encontrarse ya cerca de la trampa Timo se puso de pie. 

El cóndor lo miró muy asustado e inmediatamente intentó correr. Se estrelló contra uno de los lados, corrió hacia su derecha... se volvió a estrellar y esta misma escena se repitió hasta que el ave rendida y adolorida se quedó temblorosa en un rincón. 

- Cálmate amigo, no voy a hacerte daño... solo quiero ayudarte – dijo el niño con voz suave mientras trataba de acariciar el negro plumaje. Su mano temblaba al acercarse ya que sabía que un solo picotazo del cóndor le costaría al menos un buen pedazo de dedo, sin embargo, ¡tenía que hacerlo! ¡Sentía una necesidad imperiosa! ¡No podía haber estado tan cerca y no haberlo tocado! Lentamente la yema de sus dedos sintió el suave contacto, finalmente toda la palma de su mano. 

- Eso es – murmuró – Soy tu amigo –. 

El tembloroso y asustado cóndor se dejó acariciar. Parecía ser viejo o tal vez desgastado por los duros inviernos de la región. 

Este tierno contacto entre Timo y el cóndor duró unos minutos hasta que Rex apareció de pronto y al ver a la enorme ave tan cerca de Timo comenzó a ladrar ferozmente. 

- ¡Shhhh cállate! - susurró el niño – Es nuestro amigo y está en problemas, debemos ayudarlo! Además alertarás al hombre que debe andar cerca. 

Rex pareció comprender el mensaje perfectamente ya que no emitió ningún sonido más y se quedó sentado junto al pequeño. 

Timo comenzó a pensar en como salvar al cóndor... No podía cargarlo en brazos, era demasiado grande. 

- Ya sé – dijo para sí. - Derribaré uno de los lados de la trampa y así podrá correr y tomar impulso para levantar el vuelo. 

Manos a la obra se puso a trabajar. Sacudió la estructura con todas sus fuerzas, sin embargo, las estacas estaban firmemente unidas. Entonces vio que solo le quedaba una opción... Desenterrarlas. 

Como no tenía herramientas comenzó a cavar con sus propias manos. Rex, que estaba a su lado, pareció comprender que Timo necesitaba ayuda y empezó a hacer lo propio con sus patas delanteras. 

Pronto la estaca comenzó a moverse cada vez más hasta que salió. 

Frente al cóndor se abrió una salida. 

En ese momento una voz de hombre gritó furiosamente. 

- ¡Hey niño! ¡¿Qué crees que estás haciendo? ¡Ven acá, te voy a dar una lección! – Furioso el hombre de la oscura mirada venía acercándose amenazante con un lazo en la mano. 

Timo alentó al cóndor a escapar de la trampa haciéndose a un lado de la salida. 

- ¡Vete cóndor! ¡Vuela! ¡Eres libre! – Los gritos del niño resonaron en las montañas... libre... libre... 

Mientras Rex trataba de interponerse entre el hombre y el niño, el cóndor se echó a correr y Timo corría junto a él gritando - ¡Vuela! ¡Vuela! – La enorme ave extendió sus alas, las batió con fuerza y pesadamente se elevó. 

Cuatro metros de lado a lado, las poderosas alas pusieron al cóndor de vuelta en las alturas. 

Mientras tanto Timo huía del hombre, quien, al no lograr acortar distancias, intentaba lacearlo como a un caballo salvaje. 

Los ladridos de Rex no causaban ningún efecto y cuando se disponía a lanzar el lazo por segunda vez, ambos, niño y hombre, vieron al cóndor que en vuelo rasante se dirigía exactamente hacia ellos. 

Disminuyendo la velocidad, a solo un metro del pastizal, el ave pasó rozando al niño. ¡Había vuelto a rescatarlo! De un salto, Timo se aferró al blanco anillo del cuello. No fue difícil para un ave como esa elevarse con un pequeño tan menudo como Timo. 

Ante la mirada estupefacta del hombre y los ladridos de Rex, el niño y el cóndor remontaron las alturas. 

Durante los primeros segundos Timo no se atrevía a abrir los ojos. Iba fuertemente aferrado al cuello sintiendo el fresco viento en su cara. Poco a poco trataba de abrirlos, pero en cuanto veía hacia abajo los cerraba de nuevo. 

Notando el miedo del niño el cóndor se mantuvo a mediana altura y buscó una y otra vez las corrientes de aire para solo deslizarse, planeando sobre ellas. 

Muy pronto Timo perdió el miedo y comenzó a sentirse el niño más afortunado del mundo. ¡Estaba en lo alto, jugando con el viento, sintiéndose libre y se dedicó únicamente a disfrutar de aquel momento irrepetible. ¡Por fin sabía que veían los cóndores desde lo alto! Su corazón latía fuertemente. Era la emoción más fuerte que había sentido en toda su corta vida. 

Sin elevarse demasiado, el cóndor se desplazó calmadamente por los caminos del viento y Timo disfrutó como nunca del maravilloso paisaje desde lo alto. ¡Que divertidos se veían los animales! ¡Parecían de juguete! 

Atrás quedaban las altas montañas cuando Timo divisó una larga franja azul... más allá, solo cielo... ¡Era el mar! ¡Estaba viendo el mar con sus propios ojos! ¡No lo podía creer! El cóndor parecía adivinar sus sueños y se dirigía directamente hacia allá. 

Cada vez más cerca, ya podía distinguir el blanco encaje de las olas. El viento sacudía su pelo y las plumas de la majestuosa ave quien con maestría remontaba las corrientes con sus enormes y negras alas extendidas. 

Ya sobre la playa el cóndor viró hacia la izquierda y, durante lo que a Timo le parecieron solo segundos, voló kilómetros y kilómetros a lo largo de la costa. 

Timo estaba maravillado y, aferrado fuertemente al cuello del ave, perdía la vista en el horizonte. ¡El mar no tenía fin! Luego miraba la blanca espuma, el brillo del sol en las olas, luego el horizonte otra vez. 

Y así pasó este momento inolvidable en que el cóndor agradeció a Timo por haberlo rescatado. 

Un nuevo viraje hacia la izquierda puso al niño y al cóndor nuevamente de cara a la cordillera... 

Después de un rato el cóndor dejó a Timo muy cerca de la choza de la veranada. 

Su amigo Rex vino alegremente a recibirlo y juntos observaron como el viejo cóndor alzaba el vuelo. 

Más tarde el padre preguntó: 

• ¿Dónde has estado todo este día?, me tenías muy preocupado, ¡te he dicho que no te alejes demasiado! – Después de haberle relatado con detalles la aventura que acababa de vivir, el padre acarició tiernamente la cabecita del niño y dijo sonriente: 

- ¡Ay Timo! ¡Eres tan soñador! Te prometo que algún día te llevaré a conocer el mar. – Esa tarde, ya cansado, Timo se tendió de espalda sobre la fresca hierba, sin embargo, contemplar el vuelo de los cóndores le producía ahora una sensación diferente... Ya no se preguntaba qué se sentiría o como se vería... Ya no se preguntaba como sería el mar o si algún día lo podría ver... 

Ahora podía cerrar los ojos y revivir aquellos maravillosos momentos. Estaba seguro de que esa noche soñaría con el vuelo del cóndor. 

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