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Categoría: Misterios

Ellos

Fueron apareciendo de uno en uno, separados pero conformando obviamente un grupo. Se saludaron en voz baja en la puerta de la casa, reconociéndose pero sin hacer comentarios. Entraron en silencio, ubicándose en el lugar más apartado, sin acercarse al cajón pero mirando insistentemente en su dirección.
Llegaron –La voz de Margarita era apenas un susurro, sin embargo todas las cabezas se
volvieron hacía la puerta para contemplar la entrada de los “infaltables”, los “vampiros”, como eran llamados en voz no tan baja como hubieran querido sus madres por los más jóvenes.
Eran viejos y vestían trajes semejantes, más o menos marrones, con los bolsillos agrandados de tanto contener manos inútiles y se mantenían alejados de las luces centrales con la vana ilusión de pasar desapercibidos. Nunca lo lograron porque los ojos de los presentes los buscaban con delectación, después de todo, ellos eran lo único que tenían en común los velorios de la zona. Nadie sabía con exactitud quienes eran ni parecía acordarse de esos viejos una vez concluido el trámite de la muerte.
Algunos decían que eran cuatro, pero no todos estaban de acuerdo en eso.
-En el velorio de Funes había cinco- afirmó Andrés, medio de espaldas, cuando ya se retiraba del boliche, la tarde posterior al último entierro. No tenía ganas de discutir pero estaba seguro de tener razón. Sin embargo, Carlos le respondió con certidumbre y en voz alta. -¿Y vos qué sabés?, no conocías a la familia de la mujer; por ahí sólo se trataba de un hermano o un primo.
–En eso te equivocás. La familia siempre está en primer plano. Un hermano no se quedaría ahí atrás sin hacerse ver. Además, los viejos siempre están juntos aunque no se hablen.
Sin embargo, a pesar de que las discusiones se prolongaran por unos días, siempre la vida podía más y terminaban hablando de otra cosa hasta el próximo velorio, en el transcurso del cual las preguntas resurgían, siempre hacía la madrugada, cuando ya nadie sabía cómo hacer para soportar hasta el final y todos los otros temas se agotaban. Los hombres pensaban que hablar de fútbol o de mujeres, con las esposas o las madres tan cerca parecía un despropósito y, a esa hora, los “vampiros” ya no estaban, por lo que ya nadie se preocupaba por hacer como si no existieran.
Margarita, que en cierto modo podría ser considerada una más de los “vampiros”, tal era su fidelidad a los muertos del vecindario, era la primera en notar su presencia. Pero, una vez concluido el velatorio, no parecía acordarse de ellos; tanto es así que se mostró sumamente asombrada cuando Julio, que afirmaba ser escritor aunque nadie hubiera leído ninguna de sus obras, con un cuaderno en la mano, la abordó para interrogarla.
-Yo no sé quienes son pero seguro que viven por acá, porque siempre llegan temprano. Es cómo si alguien les avisara ¿viste?
Dicho esto, Margarita se volvió como para dar a entender que la conversación había terminado pero Julio, quién continuaba con el cuaderno en la mano, se mantuvo inconmovible.
-Pero usted, ¿no conoce el nombre de ninguno? Digo yo, en tantos años, ¿nadie los presentó como parientes o amigos?
Margarita suspiró pero ese acto no mejoró su memoria. Como de compromiso, dijo: -Creo que son vecinos que viven solos y no tienen otro modo de hacer “sociales”, me parece a mí, porque efectivamente no conozco el nombre de ninguno ni si son parientes o amigos. Jamás hablé con ellos. ¿Estás conforme ahora?
Julio se retiró con las manos vacías, es decir, sin nada para anotar en su cuaderno.
Lo que le dijo Margarita era más o menos lo que suponía todo el mundo y nadie, una vez concluido el velorio, parecía tener el menor interés en hablar del asunto, como si no estuvieran dispuestos a reconocer que los viejos existían fuera de ellos, razón por la cual no tuvo más remedio que esperar hasta el próximo .
El barrio, de casas bajas y tan alejado del centro de la ciudad que sólo contaba con una línea de “colectivos”, estaba habitado sobre todo por gente mayor porque los jóvenes terminaban siempre mudándose al centro, más cerca de sus respectivos trabajos. Las muertes en esa zona, por esa razón, eran más frecuentes que en otras latitudes.
Julio no tuvo que esperar demasiado para volver a ver a los viejos y, esta vez, estaba dispuesto a averiguar quienes eran.
Llegó temprano y se instaló cerca de la puerta y, puntualmente, los vio llegar, de uno en uno pero con ese aire de familiaridad que los identificaba como grupo.
–“Esta vez no se me escapan”- pensó y se acercó a ellos con paso decidido.
-Buenas noches, si es que puede llamárselas buenas y, disculpen que los importune en un momento como éste pero, lo que yo quiero saber es: ustedes, ¿quiénes son?, ¿parientes del muerto, quizás?
Hubo algo así como un movimiento de dispersión entre los viejos, aunque nadie pareció moverse de su sitio. Sin embargo, la respuesta se hizo esperar y vino de atrás, del viejo que permanecía más oculto, tras la callada muralla que conformaban los demás.
-Somos vecinos, como usted, ¿vio?
-Pero ustedes, ¿conocían al muerto? O, en todo caso, ¿me conocen a mí?
Uno de los viejos de adelante tomó la palabra. Sabía que era otro pero la voz le sonó idéntica. -Claro que te conocemos. ¿Cómo no? Y a tu mamá, por lo menos yo, la conozco desde que se mudó al barrio.
Era flaco, con pocos dientes y el pelo peinado para atrás; los ojos le brillaban en la semipenumbra y era difícil calcular su edad.
Julio sintió que un sudor frío le corría por la espalda pero tuvo la suficiente presencia de ánimo como para responder, en voz casi demasiado alta: -Pero, ¿de qué está hablando? Si mi vieja se murió hace como treinta años, tenga un poco de respeto, hombre.
El viejo flaco se le acercó, conciliador. –Ya lo sé hijo, ya lo sé y lo acompaño en el sentimiento.
Julio sintió que el aire del lugar se enrarecía y, sin contestar, caminó hasta la puerta de calle, abierta de par en par. A pesar de que ya era noche cerrada la vereda estaba sumamente concurrida. No sólo los asistentes al velatorio habían salido, esperando la brisa que no llegaba, sino que los vecinos, provistos de sillas o simplemente sentados en el cordón, conformaban una pequeña muchedumbre, infrecuente en esa zona, en medio de la cual deambuló Julio, algo más tranquilo, mirando con alivio las caras conocidas y caminando cansinamente hacía su casa mientras sentía en su interior la certeza de que no había nada mejor que el mundo de los vivos y que no le importaba para nada haber olvidado el cuaderno en la silla en la que esperó la llegada de los viejos.

FIN
Datos del Cuento
  • Categoría: Misterios
  • Media: 4.24
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