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Lucio tiene veintitres años y la tarde libre. Demasiado libre. Está en una ciudad que no es la suya. Se baja al Metro y remirando el plano apuesta por una salida como quien tira un dardo. Avenida América, ésta misma.
Sale y camina. Mira con ojos de turista obligatorio.
Árboles, palomas, fuentes, coches, trajín.
El día se hará largo. La gente de las grandes capitales no suele hablar mucho con desconocidos. Desconfían.
Escaparates, carteleras de cine, tardes de toros en Las Ventas, obras públicas, agentes urbanos, mudanzas.
Se filtra por las oleadas de humanidad que entran y salen de comercios y semáforos, como masas que se peinan enfrentadas unas a otras, como enormes rastrillos de gente que desfilan al norte y al sur sin chocar apenas.
Esa calle que ha tomado, a la larga no conduce a nada interesante. Cambia por una transversal.
Más personas, más autobuses, un museo, unos recreativos, máquinas tragaperras, unas nubes que se desplazan mirando abajo. Mirando a la gente.
Ve una pensión barata. En el primer piso, un comedor de diez o doce plazas. Una mesa sola al lado del biombo que oculta los lavabos.
¿Le vale?. Sí, le vale.
Pide el menú. Modesto banquete. Decente. A la mitad del segundo plato, un abuelo entra. El mozo pregunta a Lucio si tiene inconveniente en compartir mesa ya que está todo lleno ahora.
En su fuero interno no le hace mucha gracia, pero tampoco le es grave y por eso consiente.
El educado señor da el que aproveche y las buenas tardes. Dobla el diario deportivo y espera su comida.
¿No está mal, verdad?, le dice, porque él viene muy a menudo.
Lucio se entera de que quedó viudo y de que tiene los hijos en el extranjero. Es un buen hombre.
Lucio responde al interrogatorio y le dice que está en Madrid por primera vez. Que es soltero pero tiene novia. Que le ha traído a la ciudad una oferta de empleo. Que debe pasar unas pruebas físicas y unos exámenes de aptitud. Que quiere ser bombero.
Invita a una copita al viejo. Su pensión no da para alardes. Termina y se va.
Adios, mucho gusto. Adios chico y suerte, dice el abuelo y abre el diario.
Baja las escaleras. Ahora hay menos tránsito. El cielo se ha nublado. Las nubes se quedaron arriba. Les debió gustar lo que veían.
Camina. No sabe en qué echar la tarde. Un sábado tonto.
Se vuelve hacia el cine que vio antes. Las que le gustarían ya las ha visto. Se mete en una de las otras. No hay casi nadie a esa hora. Eso no es cine, eso es un concurso de explosiones, una carrera de coches por la acera y una final de karate.
Echa una cabezadita. Se despierta y siguen en llamas todas las cosas que pueden estar en llamas. Se levanta y se va.
Se detiene a ver las palomas en la plaza de hormigón. Qué fea es. A él le gustan más las de tierra.
En la acera que ve enfrente hay un kiosko o una papelería o una librería o un vete a saber. Se incorpora y se acerca. En realidad no es nada específico. Tienen pocos libros, pocos papeles y pocas revistas.
Compra una libreta pequeña y un bolígrafo negro. Otea los alrededores y no descubre nada atractivo. Le pregunta a un señor que va con perrito. El hombre le dice que torciendo a la derecha, calle abajo, hay una cafetería muy buena, y más abajo aún, una zona de bares de copas.
Lucio puede comprobar que no le ha engañado. Se pide un café solo y un malta con hielo, aunque para sus amigos puristas sea un sacrilegio aguar el malta.
Abre la libreta y le dice al bolígrafo en voz baja: Vamos a ver qué traes tú ahí dentro. Si no eres capaz de escribir nada auténtico, te tiro a la basura ahora mismo.
Y Lucio le sacó esa tarde un poema triste, un relato costumbrista y un ensayo satírico, eso sí cuando ya iba por el tercer malta con hielo.
Lucio tenía ideas de bombero.
Diletantismo literario Pues si tu mismo lo confiesas, ¿qué opinarán los demás? Pero lo que no cabe ocultar: que escribes bien... ¡y mucho más! ("Madrid", de Luis Jesús) (Una curiosidad: ¿Tu nombre Jesús, va sin acento?, ¿es Jesus?)