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En el corral

Había llegado un pato de Portugal al que llamaban «El portugués». Era hembra. Todos los polluelos que salieron de sus huevos heredaron el nombre de portugueses, con lo cual se ponía bien en claro su nobleza. Ahora, de toda su familia quedaba solo una hembra en el corral, confundida con las gallinas, entre las cuales el gallo se pavoneaba con insoportable arrogancia.

—Me hiere los oídos con su horrible canto —decía la portuguesa—. ¡Solo con que supiera moderarse un poco! Pero la moderación es virtud propia de personas educadas. Fíjate en estos pajarillos del jardín vecino. ¡Eso sí que es cantar! A su canto lo llamo Portugal, como a todo lo exquisito. ¡Cuánto quisiera tener un pajarito así a mi lado! Sería para él una madre, tierna y cariñosa. Lo llevo en la sangre, en mi sangre portuguesa.

Y mientras decía esto llegó uno de aquellos pájaros cantores cayó de cabeza, desde el tejado, y aunque el gato estaba al acecho, logró escapar con un ala rota y se metió en el corral.

—¡El gato tenía que ser! —exclamó el pato—. Bien lo conozco de los tiempos en que tuve patitos. ¡Que un ser de su ralea tenga vida y pueda correr por los tejados! No creo que esto se permita en Portugal.

Y compadecía al pajarillo, y lo compadecían también los demás patos, que no eran portugueses.

—¡Pobre animalito! —decían, acercándose a verlo uno tras otro

—Es verdad que no sabemos cantar —confesaban—, pero sentimos la música y hay algo en nosotros que vibra al oírla. Todos nos damos cuenta, aunque no queramos hablar de ello.

Pues yo sí quiero hablar de ello —declaró la portuguesa—, y haré algo por el pajarillo—. Al decir esto, se subió de un aletazo al abrevadero y se puso a chapotear en el agua con tal furia, para remojar la avecilla, que por poco la ahoga. Pero la intención era buena.

—Es una buena acción —dijo—, y los demás deberían tomar ejemplo.

—¡Pip! —dijo el pajarillo, intentando sacudirse el agua del ala rota. Le era difícil mover el ala, pero comprendía que el pato lo había remojado con buena intención.

—¡Es usted muy buena señora! —dijo, temblando ante la idea de recibir una segunda ducha.

—Nunca he reflexionado sobre mis sentimientos —dijo la portuguesa—, pero sé que amo a todos mis semejantes menos al gato; eso nadie puede exigírmelo: ¡devoró a dos de mis pequeñuelos! Pero acomódese como si estuviera en su casa. También yo soy oriundo de un país lejano.

—Se le ha metido Portugal en la mollera —dijo un patito ordinario; y los otros de su clase celebraron mucho su ocurrencia. Enseguida trabaron amistad con el pajarillo.

—La portuguesa habla bien, hay que reconocerlo —dijeron—. A nosotros las palabras nos salen con dificultad del pico, pero interés sí tenemos.


—Tiene usted una voz deliciosa —observó uno de los más viejos—. Debe de ser una gran dicha el poder hacer disfrutar a tantos. Yo confieso que el canto no es mi fuerte.

—No lo molestes —dijo la portuguesa—. Necesita descanso y cuidados. —Pajarillo, ¿quiere que vuelva a remojarlo?

—¡Oh no, gracias, deje que me seque! —suplicó.

—Pues, para mí, la hidroterapia es lo mejor —observó la portuguesa—. La distracción es también un buen remedio. No tardarán en venir a visitarnos las gallinas de al lado; hay entre ellas dos chinas que llevan pantalones; son muy cultas y distinguidas, y además son importadas, lo cual las eleva mucho en mi concepto.

Llegaron las gallinas, y con ellas el gallo, el cual estuvo muy cortés y no dijo groserías.

—Es usted un excelente cantor —dijo, iniciando la conversación— y sabe sacar de su voz todo el partido posible.

.
Las dos chinas, al ver al pajarillo, quedaron embelesadas. Por efecto de la ducha recibida estaba el pobrecillo tan desgreñado, que se parecía mucho a un pollito chino.

—¡Es encantador! —exclamaron, acercándose para entrar en relación con él. Hablaban cuchicheando y en la lengua de la «p», que es la usada por los chinos distinguidos.

—Nosotras pertenecemos a su especie. Los patos, incluso la portuguesa, son aves acuáticas. Usted no nos conoce todavía, pero, ¡cuántas relaciones tenemos y cuántos están impacientes por conocernos! Vivimos entre las gallinas, aunque nacimos para ocupar una barra más alta que la mayoría de las demás. Pero dejemos esto. Convivimos con las otras, cuyos principios no son los nuestros, sin meternos con nadie; procuramos ver solo el lado bueno de las cosas, y hablamos únicamente de las acciones virtuosas, por difícil que sea encontrarlas donde no las hay. Pero hablando con franqueza, aparte nosotras dos y el gallo, no hay nadie en el gallinero que valga nada ni sea honorable. En cuanto a los habitantes del corral de patos, ándese con cuidado. Se lo advertimos, pajarito. La portuguesa es la única que posee cierta cultura y con quien se puede alternar, pero es muy apasionada y habla demasiado de Portugal.

—¡Vaya modo de cuchichear esas chinas! —decían algunos patos—. Son unas pesadas; nunca hemos hablado con ellas.

En esto llegó el marido de la portuguesa, quien cometió la indelicadeza de tomar al pájaro cantor por un gorrión.

—No veo la diferencia —dijo, cuando se le sacó de su error, pero me importa un bledo. Es una niñería; ¡qué más da!

—No tome a mal sus palabras le cuchicheó la portuguesa—. En su profesión es apreciable, y esto es lo principal. Ahora me retiro a descansar; es nuestra obligación, engordar hasta que suene la hora de ser embalsamados con manzanas y ciruelas.
Así diciendo, se echó al sol, guiñando el ojo. ¡Estaba tan bien y tan cómoda! Y durmió a sus anchas. El pajarillo se le acercó a saltitos, estirada el ala herida, y se instaló al lado de su protectora. El sol enviaba su calor confortante; era un lugar ideal. Las gallinas del vecino gallinero, que habían venido de visita, todo era corretear y escarbar; al fin y a la postre, lo que las había traído, era la esperanza de llenarse el buche. Las chinas fueron las primeras en marcharse, y poco después las siguieron las otras. El patito chistoso dijo de la portuguesa que pronto volvería a ser «mamaíta», al oír lo cual los demás soltaron la carcajada.

—¡Es para reventar de risa! —dijeron, y aprovecharon la ocasión para repetirse los chistes anteriores. ¡Qué gracioso era aquel pato! Finalmente, los demás se echaron también a dormir.

Llevaban un rato descansando cuando de pronto alguien tiró al corral un cubo de mondaduras. Al ruido que hizo, toda la compañía despertó sobresaltada, con un estrepitoso batir de alas. También la portuguesa despertó, y en su precipitación por poco aplasta al pajarillo.

—¡Pip! —gritó este—. ¡No me pise de este modo, buena señora!

—¿Por qué se pone en medio del camino? —replicó la otra—. ¡No hay que ser tan melindroso! También yo tengo nervios, y, sin embargo, nunca he dicho ¡pip!

—¡No se enoje! —se excusó la avecilla—. Se me escapó el ¡pip! de la boca.

La portuguesa, sin hacerle caso se precipitó sobre las mondaduras y se zampó su buena parte. Cuando ya hubo comido y vuelto a echarse, el pajarillo, queriendo mostrarse cariñoso, se le acercó y le cantó una cancioncita:

¡Tilelelit!
¡Quivit, quivit!
De todo corazón te voy a cantar
Cuando por esos mundos vuelva a volar.
¡Quivit, quivit! ¡Tilelelit!


—Después de comer suelo echar una siestecita —dijo la pata—. Conviene que se acostumbre usted a nuestro modo de vivir. ¡Ahora duermo!

El pajarillo quedó la mar de confuso, pues había obrado con buena intención. Cuando la señora se despertó, le ofreció un granito de trigo que había encontrado. Pero la dama había dormido mal, y, por consiguiente, estaba de mal humor.

—¡Esto ofrézcaselo a un polluelo! —gruñó—. No se quede ahí parado y no me fastidie.

—Está enojada conmigo —se lamentó el pájaro—. ¡Debo haber hecho algún disparate!

—¿Disparate? —refunfuñó la portuguesa—. Es una palabra de muy mal gusto, y le advierto que no tolero las groserías.

—Ayer lucía el sol para mí —dijo el pajarillo—, pero hoy hace un día oscuro y gris. ¡Qué triste estoy!

—Usted no sabe nada del tiempo —replicó el pato—. El día aún no ha terminado; y no ponga esa cara de tonto.

—¡Me mira usted con unos ojos tan airados como los que me acechaban cuando caí al corral!

—Sinvergüenza —gritó la portuguesa—. ¡Compararme con el gato! Ni una gota de su mala sangre corre por mis venas.

Y le dio un picotazo en la cabeza, con tal furia, que lo mató.

—¿Cómo? —dijo—. ¿Ni un picotazo pudo soportar? Ahora veo que nunca se hubiera adaptado a nuestro modo de vivir. Me porté con él como una madre, eso sí, pues corazón no me falta.

El gallo vecino, metiendo la cabeza en el corral, cantó con su estrépito de locomotora.

—¡Usted será causa de mi muerte, con su eterno griterío! —dijo la pata—. De todo lo ocurrido tiene la culpa usted. Él ha perdido la cabeza, y ha faltado poco para que yo pierda también la mía.

—¡No ocupa mucho espacio el pajarito! —dijo el gallo.

—¡Hable de él con más respeto! —replicó la portuguesa. Tenía voz, sabía cantar y era muy ilustrado.

Todos los patos se congregaron en torno al pobre pajarillo muerto.

—¡Jamás tendremos un pájaro cantor como este! ¡Era casi chino! —y se echaron a llorar, y las demás gallinas cloquearon también, mientras a los patos se les enrojecían los ojos.

—Lo que es corazón, tenemos —decían—; nadie puede negárnoslo.

—¡Corazón! —replicó la portuguesa—; sí, en efecto, casi tanto como en Portugal.

—Bueno, hay que pensar en meterse algo en el buche —observó el pato marido—, esto es lo que importa. Aunque se rompa un juguete, quedan muchos.

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