Ella volvió del lavabo a la realidad de su trabajo, acomodándose en su trono de reina sobre cuatro ruedas. Sentada delante de la pantalla intermitente se descubrió a si misma acariciándose el vientre, entre llamadas de teléfono y entrada de datos, con una delicadeza que nunca se había otorgado, con un mimo que descubría por primera vez y que le obligaba a sonreír –sonreír de verdad- y a irse llenando lentamente de una felicidad real. Sintió en las yemas de los dedos un júbilo extraño que le subía palpitante hasta los labios, donde empezó a sentir el sabor perdido de la vida. Y le sabía a helado de fresa, un delicioso helado de fresa, de dos enormes bolas rosas rebosantes y con chispas rojas… el mismo helado que tomaba los veranos cuando su existencia era aún tranquila, cuando no había obligaciones y todas las respuestas las guardaban sus padres en un cofre donde ella entraba a jugar de escondidas. No tenía un trabajo perfecto, pero se le empezaba a abrir una nueva vía… Se dio cuenta que existía una nueva vida, más feliz, sí, más feliz y ya casi ni oía el canturreo incesante del ordenador que la reclamaba de nuevo.
Lejos de la orquesta de la oficina –prisas, parloteo, computadoras en funcionamiento, aire acondicionado- él, más exquisito, se zambullía en la música de cámara del taller: motores, neumáticos y bujías a la espera de un arreglo o un recambio, para desesperación de los clientes, que en dejar el automóvil allí, sentían un agudo dolor en el pecho, no por amor, sino porque justo en ese lado guardaban la tarjeta de crédito. Una vez calzado en su mono azul se sumergió debajo del vientre del coche asignado para un rutinario cambio de aceite y se dio cuenta de que la idea de ser padre ya no le martilleaba la cabeza, para eso ya tenía los golpes secos que propinaban sus compañeros, que cumplían de forma natural la misma función. De repente, el coche le escupió, cuál llama peruana haciendo ostentación de su cabreo, un chorretón de aceite encima de su desprotegida cara. Visiblemente molesto, fue a limpiarse al pequeño baño del fondo y, mirándose en el espejo, pensó que su hijo llevaría sus mismas facciones, combinadas en un cocktail genético con los rasgos de su novia, tan guapa, con sus grandes ojos de miel, sus labios tan suaves, su pelo claro… Y no pudo, no quiso, frenar la sonrisa que se empezaba a dibujar en su cara.
A las once y media, oyó el cacareo del resto de secretarias en comunión alrededor de la omnipotente máquina de café, que tenía el don de unir durante media hora a gente que no se tenía, por así decirlo, demasiado cariño. Consumían cafeína en lugar del cuerpo troceado de un dios y habían sustituido las manos dándose la paz por labios arrojando cotilleos. Allí nadie creía en milagros y para llegar al cielo de un puesto más alto, todos sabían que el camino del sacrificio era inútil pero que existían atajos para las bocas ávidas.
Ella acudió a la cita diaria a la máquina sagrada aún con el sabor de fresa en los labios, con el cuerpo liviano y casi levitando. Hablaban tan alto que antes de girar la esquina podía oír claramente el tema del día: A Margarita, sí, sí, Margarita, la chica bajita, la han despedido del trabajo, ¿no te enteraste? Ay, chica, andas en las nubes, que se quedó embarazada y no ha vuelto a pasar por aquí…¿Qué te creías, qué estaba de vacaciones? ¡Ja! Porque yo me entero de todo… Un jarro de agua fría. Un pozo no previsto. Un dolor punzante sin localización. Ella se recostó contra la pared, pálida, y empezó a sentir frío en los dedos: en una mancha creciente, se le empezaba a deshacer el helado en las manos.


(continuará...)