Salió del baño con la cara resplandeciente y las manos en los bolsillos, dispuesto a encararse otra vez con las panzas metálicas. Al principio, y de eso hacía seis años, ella había sido sólo una mujer más para poblar su cama en las jóvenes noches, una compañera de juegos, sin ningún vínculo más allá de sus cuerpos solapados. Y sin previo aviso, pensó él, se empezaron a ver más, habitaron juntos también sus días; el sol colándose furtivamente por las rendijas y manchando sus pieles desnudas ya no marcaba la despedida. Y una mañana él se despertó con un anhelo recién engendrado: deseaba amanecer cada día entre las suaves lunas de sus pechos.
Cuando descendió de sus sueños del pasado a la realidad del taller, le parecía que el aceite de coche olía a “vernel”, que el ruido que le envolvía era música de los ángeles y que su jefe era una bellísima persona… hasta que aquella bella persona le escupió a la cara un “otra-vez-vagueando-joder-para-que-te-pago” y el mundo se impuso con toda su fuerza sobre su imaginación azucarada. Y recordó, las frases que le lanzaba también su novia cuando le daba por imitar el tono de su jefe “un-proyecto-común-nos-falta-un-proyecto-común”. De ninguno de los dos se podía desembarazar: de uno por necesidad –el destino no le había colocado en una familia adinerada, ni la buena suerte se le había impreso en forma de boleto- y del otro por amor. En realidad, la vida en pareja no es tan fácil, no es tan fácil, prosiguió mientras volvía a sumergirse bajo el automóvil. Él sabía, intuía –pero callaba- que entre los dos se iba colando un silencio oscuro que alimentaba la distancias, que sus juegos se hacían cada vez más fríos y sus pechos perdían calidez. En fin, meditó, necesitamos un proyecto común y…¿qué hay más común que un hijo?
Salió del trabajo a la hora de siempre pero su aplomo habitual con su contoneo de caderas había sido sustituido por un temblor que se intuía sobre sus tacones. Al deseo de ser madre le ganó terreno un miedo inestable, que sentía crecer como mucha levadura con deseos de rebosarse sobre un cazo demasiado pequeño. Lo tenía todo en contra: no podía encararse a un despido –la idea de vivir bajo un puente no le seducía, no porque despreciara las valiosas vistas o la decoración natural, pero solía coger frío de noche y su garganta no le agradecería un espacio abierto para dormir- y a su pareja no le apetecía ser padre.
Él no se lo había dicho directamente, pero lo había leído en sus ojos aquella mañana. Siempre se lo leía todo en los ojos, como la primera vez que vio reflejado el amor en sus pupilas y ella quiso refugiarse bajo las sábanas. Por aquel entonces, ella prefería la trinchera de la cama a las batallas cotidianas, aquellas estúpidas confrontaciones por hechos nimios que introducían manchas de colores al lienzo de la vida en pareja que la rutina quería invadir con su tono ceniciento. Mientras pasaban esos paisajes por sus pensamientos, dirigió la trayectoria de sus tacones hacia la farmacia, al fin y al cabo, nada aseguraba su embarazo, las cartas aún no estaban echadas. Sintió como sus deseos la zarandeaban de un lado a otro, gritándole que debía conservar su trabajo, su vida más o menos estable, rogándole que marchara de todo aquello y se convirtiera en lo que siempre había deseado, que fuera feliz. Al salir del establecimiento, pudo ver el rosario de gotas rosas que había dibujado sobre el asfalto.
(continuará...)