Espalda al suelo, con un vientre de automóvil por firmamento, sintió que la amaba, que deseaba que su amor se tornara un bicho llorón y revoltoso, consumidor de pañales y de paciencia. Horas más tarde, al colocar la mano en la manecilla de la puerta de su coche, se sorprendió a si mismo silbando la melodía de una canción conocida de la que no podía recordar el título. Estaba decidido a no dejarse amargar por nada y tomar una iniciativa para alegrar a su novia, a la futura mamá. Se miró satisfecho en el retrovisor, con esa expresión de felicidad de los conductores en los anuncios de automóviles, e ideó una noche en la playa –con destino a un buen resfriado, pues ya era setiembre-.
Llegó a casa, como era habitual, antes que él, seguida por un hilo de perlas rosadas, y empezó a arreglar el desbarajuste de ropa, cosas descolocadas y polvo. Los platos quedaban adjudicados a él. Sabiendo que el resultado de la prueba no desaparecería, había dejado el aparatejo en el baño, a la espera de que él llegara o pudiera ella tomar una decisión para encaminar su vida. Limpiando aquel remolino de piezas inconexas pretendía ordenar su destartalada mente, fregar los rincones oscuros, lustrar sus sentimientos para que así, limpitos, al menos, no parecieran tan enemistados.
Se preguntaba si se le podía sacar el polvo a esas fotos impuestas a la pared mediante la dictadura de la chincheta, que se empezaban esconder bajo una fina capa polvorosa. Y, trapo en mano, descubrió como por primera vez, una pareja feliz, sonriendo abrazados en algún paraje que su mente no lograba ubicar. Una pareja feliz. Porque ella había decidido irse a vivir con él, superando sus miedos iniciales, su pavor a compartir un mismo techo donde hervirían malentendidos, discusiones y riñas, cocinándose a fuego lento… aunque hubiera dudado, en un principio, de tener suficientes pastillas de amor para enriquecer el caldo.
Siempre eran las dudas, siempre eran los miedos, los que habían hecho que pese a su belleza, pese a su inteligencia, siguiera en aquella oficina, sintiéndose igual que las colillas que abandonaba cada tarde en el cenicero. Lo peor del caso es que se negaba su frustración y le salía a borbotones cada noche contra él, incapaz de aceptar sus responsabilidades arremetía contra la relación. Giró en redondo y se dio cuenta que las manchas rosáceas del helado moribundo habían desaparecido y el calor había retornado a sus manos. Tomó una decisión –sonrió, de nuevo feliz, porque era eso: la felicidad se le escapaba, revoloteaba a su alrededor y debía volver a tomarla entre sus manos- y fue a mirar el resultado de su futuro.
Le entraba por el oído derecho el mar rugiendo de fondo, como una bestia durmiendo apaciblemente, y un sabor intangible y salado –mezcla de mejillón, alga y pescado- se depositaba en su boca después de viajar por su nariz. El oído izquierdo reposaba ensimismado sobre la renovada calidez de sus pechos –te amo, te amo, te amo-que le abrigaban del frío húmedo en el que se habían adentrado. No le importaba, aunque le había confundido tanto como las palabras de aquella mañana el nuevo revés del destino, que el Predictor respondiera a sus anhelos paternales con un blanco atronador. Después de un día tan extraño tampoco le sorprendía su decisión de cortar con el zumbido del ordenador, el cacareo de las secretarias y el hastío que entraba en las salas de la oficina mezclado con el aire artificial. Ella sonreía paseando su lengua por sus labios, notando que ahí seguía el sabor de la felicidad, porque allí había estado siempre, mientras le acariciaba el pelo con sumo mimo, quizás porque su deseo maternal seguía entre sus dedos, como un extraño halo que los protegía a los dos.