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Espíritu Errante (1)

Escribir un libro a esta altura de mi vida, cuarenta años de edad, es algo que me ha tomado por sorpresa. No porque me faltaran ganas de hacerlo, ya que ha sido un proyecto muchas veces soñado pero, francamente, no había razones lógicas para que fuera capaz de concretar semejante empresa. En primer lugar, jamás he escrito antes, salvo alguna carta perdida en el tiempo; en segundo lugar, no soy un gran lector y sólo me he limitado, esporádicamente, a la lectura de novelas y ensayos históricas, rehuyendo sistemáticamente a la literatura de ficción. Curiosamente, es este último género el que da forma a este libro inesperado y que, sospecho, será el último.
Comenzar repentinamente, y sin que haya sucedido antes, a pensar como un escritor profesional es algo que no considero normal. Tener permanentemente ideas o argumentos para relatos de lo más variados, hasta el punto de andar por la vida con un cuaderno siempre encima anotando y anotando obsesionado lo que una omnipresente “musa” me dicta no es razonable si no existe un antecedente que lo justifique. Afortunadamente, ese antecedente razonable que he buscado desesperadamente para explicarme lo inexplicable existe; pero no en mí.
Cuando murió mi padre en Junio de 2001, entre las muchas cosas que dejó y que nos repartimos entre sus seis hijos hay dos que ninguno de mis hermanos quiso y que, por suerte, cuento en mi poder. Se trata, por un lado, de un antiguo reloj de origen francés que perteneció a mi abuelo y que papá usó hasta el día de su deceso y, por el otro, sus escritos póstumos, cuya existencia nadie conocía. Descubrimos, a su muerte, que nuestro progenitor escribía y que, seguramente por pudor, nunca había querido compartir su afición con nadie. Por desgracia, mi padre dejó todos sus escritos de puño y letra, lo cual me impidió leerlos con la inmediatez que hubiera deseado; siempre había tenido una letra imposible de descifrar y, con la edad, su caligrafía se había convertido en un jeroglífico. En cuanto al reloj, había dejado de funcionar a las 16.22 horas; no soy supersticioso, pero el “viejo” había muerto a la misma hora. Como tenía intención de hacer uso de él, lo llevé a la relojería inmediatamente, donde me dijeron que, por su antigüedad y condición de importado, sería muy difícil cualquier solución; pero harían lo imposible.
Intenté varias veces entender la ilegible letra paterna sin resultado alguno, lo único que alcancé a registrar fueron las fechas que cerraban cada uno de sus cuentos a continuación de su firma. Concluí que solo había una persona en el mundo que me podría ayudar; mi padre había tenido, durante diez años, una secretaria que, con gusto, me serviría de “traductora”. Había estado en el entierro muy viejita ya, pero descartaba que podría contar con sus eficientes servicios........... En cuarentiocho horas, a través de uno de sus sobrinos, Aurora tuvo los manuscritos en su poder y se comprometió a emprender la ardua tarea inmediatamente; solo me pidió paciencia.
Un hecho que me llamó poderosamente la atención fue que papá había desarrollado toda su producción literaria recién en los dos años anteriores a su muerte; él me había confesado varias veces su pesar de escritor frustrado y sentí una gran tristeza al comprobar que un proyecto tantas veces acariciado a lo largo de su existencia, no había logrado cumplirlo sino hacia el cierre de su vida. Los apremios económicos, los conflictos familiares, o vaya a saber qué motivos, le habían servido de excusa para ir postergando lo que, seguramente, era su vocación; inexplicablemente, había ido dejando para más adelante lo que debió hacer siempre y que su cobardía, sus miedos, le impidieron concretar. Entre lágrimas, y mientras juzgaba duramente al “viejo”, descubrí que, en realidad, me estaba juzgando a mí mismo.
Aunque no creía tener condición alguna decidí, para emular a mi padre, que intentaría escribir en mis ratos libres; durante varios días me rompí la cabeza tratando de encontrar temas para mi ambicioso proyecto literario. Había decidido intentar por el lado de la ficción, ya que me consideré falto de tiempo para los interminables trabajos de investigación que, suponía, implicaría acometer una biografía o ensayo histórico. Pero la musa inspiradora no tenía, por ahora, ninguna intención de hacerme una visita; pasaban los días y cada vez me convencía más de que ese asunto de la literatura no era para mí. Llamé, en mi impaciencia, dos veces a Aurora; pero me mandó pedir que no la apurara, que si quería que hiciera bien su trabajo no le exigiera plazos. Pensaba que si recuperaba los escritos del viejo tal vez encontraría, en ellos, temas que mi nula creatividad no generaba por mucho que la exigiera. Hasta me propuse leer ficción, para lo cual me gasté una fortuna en libros que me aburrieron a poco de empezarlos. Así se fueron apilando tomos y más tomos sin leer en mi atiborrada mesa de luz, Para ese entonces, ya tenía en uso mi resucitado reloj, el cual daba la hora puntualmente aunque le pronosticaron poco tiempo de vida.
Hasta que el 22 de junio de 2001, y sin que nada lo hiciera prever, comenzaron a fluir en mi mente, uno a uno y prolijamente, temas y más temas para mi empantanado libro. Palabra por palabra, frase por frase, párrafo por párrafo, fui recibiendo en orden y con inusitada celeridad cuentos y más cuentos como dictados por alguien que, obviamente, conocía el arte de escribir mucho mejor que yo. Hasta me encontré utilizando palabras cuyo significado no conocía y que tuve que buscar en el diccionario. Es más, arribaban a mí, a través de mi mágica pluma, conocimientos que nunca había adquirido; o citaba con asombrosa facilidad autores que jamás había leído. Como conté antes, eran tantas las ideas que acudían a mi mente a toda hora y en cualquier lugar que me vi obligado a comprar un cuaderno para que dichas ideas, que me llegaban incesantemente, no se perdieran en mi limitada memoria. En un principio, preferí no compartir con nadie lo que me estaba sucediendo, pero no resistí mucho tiempo sin contarle todo a mi mujer; le hice leer algunos de los cuentos y se mostró muy sorprendida pero, para mi indignación, no noté en ella mayor interés por lo que me estaba pasando; inclusive, me reprochó en más de una oportunidad mis permanentes distracciones y mis molestas noches en vela escribiendo y escribiendo desenfrenadamente. Ya casi no dormía y, cuando lo hacía, las ideas llegaban a mí bajo la forma de sueños. No podía concentrarme en ninguna otra cosa que no fueran mis cuentos, ............mi locura. Comencé a preocuparme, me estaba enfermando y ello estaba perjudicando mi rendimiento laboral y, lo que era peor, mi relación marital hasta entonces óptima. Parecía estar corriendo una carrera contra el reloj; pero si realmente se trataba de una carrera, ésta tendría que terminar en algún momento; ¿cuándo? No lo sabía.
Finalmente, para alivio de mi mujer, mis dos hijas y, ¿por qué no decirlo?, de mí mismo también, el suplicio terminó. Inexplicablemente, tan inexplicablemente como había aparecido, esa fiebre creativa que invadió mi vida sin previo aviso, desapareció como por arte de magia sobre el final de la tarde del 22 de julio de 2001. Nunca más he vuelto a escribir absolutamente nada ni ha llegado a mí ninguna idea literaria. Por fortuna, o por desgracia, he vuelto a ser la misma persona común y corriente que siempre había sido, sin ninguna característica particular que me diferencie del resto. Por supuesto, me he resignado a no escribir en lo que me queda de vida; evidentemente, no es para mí. Aunque, pensándolo bien, quizás lo intente de nuevo, como mi padre, cuando ya sea tarde.
El libro que a continuación leerán, aunque lleva mi firma y, de hecho, fue escrito por mí, no es un producto de mi talento literario, del cual carezco y he carecido siempre. Durante treinta y un días, entre el 22 de junio y el 22 de julio de 2001, y por alguna razón que no alcanzo a comprender, alguien me eligió como vehículo de su desbordante creatividad. Durante un mes fui el brazo ejecutor de su inteligente y desenvuelto decir. No sé si algún día conoceré la identidad de quien generosamente me prestó sus dotes de escritor por el exiguo lapso de un mes; pero me encanta pensar que dicha persona fue mi querido viejo.
¡Ah!, me olvidaba: “El antiguo reloj francés murió el 22 de julio de 2001 a las 19.13 horas. En cuanto a los manuscritos, hasta el presente no los he recuperado”.
CONTINÚA EN ESPÍRITU ERRANTE (2); (3) Y (4)
Datos del Cuento
  • Categoría: Misterios
  • Media: 6.44
  • Votos: 61
  • Envios: 1
  • Lecturas: 3653
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