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Espíritu Errante (2)

Mi nombre es Laura Monge y soy estudiante de psiquiatra de la Universidad de Buenos Aires. Tiempo atrás me tocó vivir un episodio que no he podido borrar de mi recuerdo aunque lo he intentado y que, hasta el día de hoy, nunca he contado a nadie; tal es la traumática impresión que me produjo.
Como es habitual en la carrera que con tanto esfuerzo estudio, me tocó hacer prácticas en un hospital psiquiátrico; cosa que, a priori, me producía especial aprensión. Pero era parte de mi preparación y me propuse vencer el rechazo que me inspiraba “la locura”, consecuencia de un antecedente familiar muy cercano y que, aún fresco en mi memoria, me provocaba conflictos no resueltos.
Por comentarios de alumnas de años superiores, estaba informada de la existencia de una internada que, por las características de su enfermedad mental, generaba en el alumnado más de una incógnita para el debate. Le decían “Viuda Negra”, por su legendaria maldad y, aunque nadie conocía su pasado, se tejían todo tipo de historias terroríficas experimentadas por ella a lo largo de su tenebrosa existencia. Un ejercicio que ya era tradición entre las aspirantes a psiquiatras de mi Universidad era entrevistarla e intentar, sin éxito hasta ahora, lograr su confianza para que contara la misteriosa historia de su vida.
Como una manera de ahuyentar mis fantasmas, me propuse conseguir lo imposible: Una confesión completa y descarnada de todos sus pecados; “Viuda Negra” confiaría en mí y me contaría su espeluznante biografía. Para ello me armé de paciencia y la visité, casi a diario, durante un mes; al principio con magros resultados, pero, de a poco e imperceptiblemente, comencé a notar cambios en su actitud. Aunque su trato nunca dejó de ser áspero y agresivo, y su maldad intrínseca jamás desapareció, se empezó a mostrar cada vez más extrovertida y dispuesta a hablar. Hasta que un día cualquiera, y con profundo temor a su reacción, le pedí que me diera la razón por la cual estaba internada si tanto insistía en su cordura. Para mi sorpresa, y como si necesitara desahogarse de lo que nunca había contado a nadie, me miró enigmáticamente y arrancó con la historia más inquietante que jamás haya oído:
“Mi nombre es Espíritu y he vivido tantos años que ya no recuerdo mi edad. Desde que tengo uso de razón he sufrido debido a la maldad de la que estoy impregnada y que no puedo evitar; supongo que nací buena, como nacen todos los bebés del mundo pero, si es cierto que nací buena, solo lo fui por unos segundos; después el infierno. Mis padres se llamaban Manuel y Rosa, pero casi no los recuerdo porque murieron cuando yo tenía 5 años. Desde entonces me crié, junto a mi única hermana, en casa de una vieja tía solterona. Ana y yo éramos mellizas y, hasta la doble muerte paterna, idénticas; pero por alguna misteriosa razón, a partir de ahí, nuestras respectivas bellezas exteriores tomaron caminos separados. Desde los 18 años vivimos solas debido al fallecimiento de nuestra anciana tutora. Por fortuna, la posición económica de nuestros padres había sido más que desahogada, por lo cual podríamos vivir de rentas el resto de nuestras vidas sin apremio alguno; esto provocaba un revoloteo constante de inescrupulosos “caza fortunas” de los que Ana y yo nos cuidábamos con especial esmero. Para ese entonces, las diferencias fisonómicas entre ambas eran notorias: yo era llamativamente hermosa, y Ana definitivamente fea; aunque tenía algo que la hacía atractiva: su profunda belleza interior.
Un verano de 1860 conocimos a dos hermanos gemelos, de quienes nos enamoramos perdidamente. Al poco tiempo nos pusimos de novias con ellos: Ana con Juan que, por supuesto, era tan bueno como ella, y yo con Roberto, que era perversamente malo. A pesar de las diferencias morales existentes entre ambas parejas, éramos muy unidos; hasta se puede decir que la benéfica influencia de Juan y Ana nos ablandó y nos hizo buenos por algún tiempo; o, por lo menos, distrajo nuestra maldad. Pero tanta felicidad no podía durar mucho; no estaba en mí ser buena y empezaba a sentirme incómoda en un traje que no me iba. Pero, si de influencias benéficas se trata, lo que sucedió con mi hermana nos sorprendió a todos: con el advenimiento del ansiado amor nunca antes experimentado, recuperó su belleza original y le llegó con más fuerza todavía que otrora. Esta situación inesperada provocó bastante confusión en nuestros novios, ya que las hermanitas pasamos a ser idénticas y no había manera de diferenciarnos, ni siquiera para Juan y Roberto.
Producto de la guerra de “La Triple Alianza”, éste último fue reclutado y viajó inmediatamente al frente de batalla; lo hizo pletórico de entusiasmo, ya que era una excelente oportunidad para matar “legalmente”. Juan, que era un pacifista, se quedó en Buenos Aires con nosotras; lo amparaba una ley que, en caso de hermanos mellizos, solo permitía el reclutamiento de uno de los dos.
A poco de marcharse mi amado novio, y para ser consecuente con mi maléfica esencia, comencé un fogoso romance con mi cuñado. El muy estúpido me confundía con Ana y no era consciente de sus infidelidades. Obviamente, me cuidé muy bien de que mi “adorada” hermana no se enterara de nada. Esta situación me llenó de gozo, ya que, hasta la ida de Roberto, me había sentido incómoda en un destino que no era el mío y que, por otro lado, me aburría en exceso; pero grande fue mi sorpresa cuando comencé a notar cambios en mí que nunca hubiera imaginado. Una noche, me presenté a Juan en su dormitorio y me rechazó cortésmente; para mi estupor, me había reconocido. Corrí al espejo y me miré: lenta pero perceptiblemente estaba perdiendo mi envidiable belleza. En poco tiempo, y para incredulidad de todos, era una mujer fea. Pensé indignada que, si a mi flamante fealdad le sumaba mi inigualable maldad, sólo me quedaba el suicidio.
Para colmo de males, sin que nadie lo esperara, y luego de una penosa enfermedad, murió Juan para intolerable dolor de Ana y tristeza de los muchos amigos que había tenido en el Buenos Aires de aquella época. Mientras tanto, mi existencia se había vuelto desesperante y no sabía cómo hacer para cambiar mi nueva situación; me miraba y me miraba al espejo y no terminaba de comprender lo que había sucedido. Hasta que, finalmente, tomé la decisión que venía postergando temerosa de sus consecuencias; una noche, antes de dormir, hice algo que sólo estaba dispuesta a hacer por única vez en mi vida:..........¡recé!, le prometí a Dios que si me devolvía la belleza original no volvería a ser mala, que sería buena por el resto de mis días; hecho esto, dormí profundamente. Grande fue mi alegría cuando, al despertar al día siguiente, me miré al espejo y había recuperado mi antigua belleza.
Con la finalización de la guerra, tuvimos noticias del inminente regreso de Roberto a casa. Por suerte, era hermosa nuevamente y todo volvería a ser como antes. Pero había algo en mi dichosa vida que no funcionaba: si bien lo intenté en un principio, desistí enseguida de ser buena; es más, decidí dedicarme a la maldad con más ímpetu todavía. Mis agresiones hacia Ana eran cada vez más frecuentes y mi histórica tendencia a una vida lujuriosa y cargada de excesos se había agudizado. Comencé a notar que, aunque al mirarme en el espejo era hermosa, nadie me trataba como si lo fuera; incluso, en una oportunidad, oí claramente a unos niños reírse de mi fealdad.
Y el día tan esperado llegó, volvió Roberto. Luego de un cariñoso recibimiento y a partir de un multitudinario agasajo al valeroso héroe, descubrimos con Ana que mi amado novio nos confundía. A pesar de nuestra insistencia en sacarlo de su error, no lográbamos que entrara en razón. En un momento dado, mi hermana y yo quedamos a solas y la interrogué mientras lloraba. Estupefacta, la oí decirme que, en realidad, era lógico lo que estaba sucediendo, después de todo Roberto había dejado a una novia de belleza sin igual y a una cuñada horrible, y ahora pretendíamos hacerle creer que aquella situación se había revertido como por arte de magia. Esta afirmación de Ana no hizo más que confirmar mis sospechas de que solo yo me veía hermosa y entonces le conté sobre mi pacto con Dios. Con la sabiduría que siempre la había caracterizado, me contestó:
-Querida hermana, Dios cumplió con su parte, no tienes más que mirar tu hermosura en el espejo –espetó, todavía llorosa-. Si quieres que nosotros te veamos como tú te ves, tendrás que cumplir con tu parte del pacto.
Finalmente, y luego de soportar su interminable llanto y sus compungidas disculpas, me rendí ante lo inevitable y dejé que el romance entre ambos siguiera su curso hasta terminar, como era de esperar, en casamiento. Por entonces, comencé a elucubrar una macabra treta que, por la lucidez y demoníaca sabiduría de quien sería su víctima, debía ser ejecutada con una precisión milimétrica. Mi primera parte del plan, la más sencilla, perseguía el objetivo de volver a ser hermosa y dependía de un nuevo pacto; pero esta vez sería con el diablo.
Luego de soportar algunos desaires e intentos de evasión de su parte, comportamiento que, supe, acostumbraba adoptar para sentirse importante, me visitó Lucifer y, sin rodeos, me preguntó qué deseaba a cambio de entregarle mi alma al morir............ En pocos minutos, la transacción estaba cerrada y cumplida la primera parte del plan que, una vez completado, me perpetuaría como el único mortal en la historia de la humanidad capaz de burlar al Demonio; pero para los pasos siguientes de semejante empresa había tiempo de sobra. Por el momento, me dedicaría a disfrutar de mi recuperada belleza, y qué mejor que festejar con incontables jornadas de sexo y desenfreno renovados. Por supuesto que volví a las “andadas” con Roberto quien, curiosamente, nos confundía como lo había hecho Juan.
Los años pasaron y me conservaron soltera; había decidido que el celibato iba mejor con mi vida licenciosa y descontrolada. Mi mal comportamiento permanente y público no dejó dudas sobre mi identidad y la de mi hermana. En cuanto a Roberto, se aprovechaba de la ingenuidad de su mujer y la traicionaba descaradamente; inclusive, intentó varias veces seducirme pero, con esfuerzo, lo rechacé enérgicamente sin que ello evitara las sospechas infundadas de Ana. Dicho rechazo obedecía a que convenía a mis proyectos guardar distancia de mi cuñado para que siguiera confundiéndonos; temía que si teníamos relaciones íntimas esa confusión desapareciera y arruinara mi plan. Por ese entonces, la relación entre hermanas se había deteriorando irreversiblemente: mis provocaciones y faltas de consideración permanentes hacia Ana se habían sucedido cada vez con mayor frecuencia y habían desencadenado en una situación de tirantez familiar que llegó a ser insoportable. Ya no éramos jóvenes y la vida en La Tierra empezaba a aburrirme, sobre todo teniendo en cuenta que mis atributos físicos ya no eran los mismos y entorpecían, cada vez más, mi búsqueda permanente de los placeres terrenales.
Hasta que llegó el momento de ejecutar la segunda parte de mi ambicioso plan; ahora sí era hora de tener relaciones íntimas con mi antiguo novio, pero con cuentagotas e imitando con perfección los hábitos sexuales de mi hermana para que la confusión de identidades persistiera. Los encuentros debían ser escasos pero suficientes como para que, en las charlas posteriores al “acto” y que eran rutina del matrimonio, la falsa Ana (o sea yo) convenciera a su marido de la necesidad de asesinar a Espíritu. Sabía que Roberto, en su cobardía, era incapaz de matar una mosca; pero mi objetivo no era convertirlo en un asesino sino hacerle creer, en mi papel de Ana, que ésta deseaba fervientemente la muerte de su odiada hermana; inclusive al precio de cometer fratricidio. Una vez que estuve segura de la efectividad de mi actuación, preparé todo para la noche decisiva: mi hermana debía encontrarnos en la cama luego de hacer el amor y su marido, que creería estar con ella, sería el testigo que necesitaba para mi pasaje al Edén. Y así fue, ante la incredulidad de mi infeliz cuñado, una vez que Ana irrumpió en su cuarto y nos descubrió traicionándola, todo fue muy fácil: primero la maté a ella y luego............ me suicidé. A pesar de sus clamores de inocencia, Roberto fue a prisión por el doble asesinato y yo, gracias a su confusión de identidades, viajé al Paraíso haciéndome pasar por Ana, mientras que ésta ocupa hoy mi lugar en el Infierno.
Una vez en el Cielo, recorrí orgullosa todos sus rincones. Me sentía exultante por haber vencido, nada menos que al mismísimo Demonio. Me reencontré con mis padres y lloré emocionada; pasé gran parte de esos años disfrutando de su grata compañía y de la de familiares y amigos que veían en mí a Ana. Francamente, fue esa la etapa más feliz de mi vida; durante mucho tiempo fui buena y reconozco que valió la pena y agradezco a Dios los dulces momentos que me hizo pasar en su casa. Pero, de a poco y sin darme cuenta, esa vida de bondad y en exceso rutinaria me empezó a aburrir; intenté ser mala como en los viejos tiempos y me fue imposible ya que, por las características del lugar, podía pensar en maldades pero no ejecutarlas. Sorprendida por mi volubilidad, me encontré proyectando impaciente la forma de escapar de esa prisión “light”. Tenía que encontrar la manera de mudarme al Infierno, pero debía hacerlo de manera tal que mi estancia allí fuera placentera.
Pasaron muchos años sin encontrar una respuesta razonable a mi cada vez más enfermiza necesidad de salir de aquel lugar “mortalmente” monótono. En una oportunidad, mientras vagaba abstraída en mis pensamientos, me crucé, para mi incredulidad, con Roberto; se me acercó sonriente y, una vez a mi lado, me dijo al oído:
-¡Shhhh!, me estoy haciendo pasar por Juan; pero no me delates Espíritu, que yo no lo haré contigo. Y siguió caminando sin mirar atrás.
Fue entonces que, cuando menos lo esperaba y cuando ya había perdido toda esperanza de solución a mi celestial problema, acudió a mi afiebrada mente el tan ansiado pasaporte a los “pagos” de Satán. Pensé que, como tantas otras veces, solo me era posible idear una maldad pero que no podría ejecutarla. Aunque parezca mentira, todo salió a pedir de boca y así es como hoy me encuentro en el Infierno, disfrutando de mis hábilmente ganados privilegios”.........
-Disculpe señora –la interrumpí por primera vez en su extenso relato–; pero si usted, como dice, está en el Infierno, ¿con quién estoy hablando?
No me contestó, sólo se limitó a clavar sus ojos en los míos y lo hizo con una mirada que no era terrenal; luego me sonrió diabólicamente, tan diabólicamente que ya no tuve dudas respecto de su identidad.
Datos del Cuento
  • Categoría: Terror
  • Media: 6.59
  • Votos: 68
  • Envios: 4
  • Lecturas: 7253
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