Estornuda.
Ella habla de una estrellita de televisión que le hizo algo a alguien. Yo, colgado, miro a través de la ventana lo crecido que está el pasto del jardín.
Estornuda.
Le pregunto dónde está la caja de puros que me envió papá de Cuba. “Los tiré. Debes dejar de fumar”, señala.
Estornuda.
Prende la tele. Dan un programa de gimnasia. Se pone a imitar los ejercicios. “Debieras ponerte en forma, querido. Pareces refrigerador. Hasta dan ganas de colocarte frutitas magnéticas en la panza”, apunta.
Estornuda.
“¿La gimnasia te puede sacar las estrías del estómago, linda?”, le pregunto, picado.
Estornuda.
“La de la tele, no. Pero la del gimnasio top al que me inscribí gracias a tu tarjeta Master, tal vez”, contesta.
Estornuda.
Tomo el diario de la mesa. “Estos derechistas son unos perros”, digo con rabia.
Estornuda.
“¿Y los de izquierda qué.? ¿Barney y sus amigos?”, dice sentándose en un extremo del sofá.
Estornuda.
“Amorcito, pon ‘Bonanza’, por fa’”, le pido.
Estornuda.
“De veras que no te dije que cancelé el plan antiguo de cable por otro que contiene programas de macramé y jardinería. A propósito: el jardín…”, dice mirándome y tamborileando su flaca rodilla.
Estornuda.
Lo único que me hace resistirla es la arrebatadora manera de estornudar que tiene que es como lo haría una encantadora gatita inflando, a cortos soplidos, imaginarias pompas de jabón.
Yo ayudo al sostenimiento de la relación como más me gusta: cada mañana me esparzo en todo el cuerpo el mágico polen de los plátanos orientales.
Estornuda.
Tienes un sentido del humor increible, atrapa. Ya te voy leyendo varios cuentos y en todos tiene ese puntillo especial que despierta una sonrisa. Te felicito por tu manera tan suelta y sana de escribir. Un saludo