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Far West

Desde allí, desde más allá de las grandes cimas nevadas, de los riscos salvajes en cuyas faldas la vida se abría camino, desde los acantilados salpicados por las bravías olas de un mar extenso, un águila de cabeza blanca, ojos atentos, pico noble, atravesaba el cielo azul. Sus alas desplegadas al viento planeaban orgullosas sobre las montañas y los valles.
Debajo, los frondosos y misteriosos bosques, los sinuosos ríos o las grandes praderas áridas con sus montes-isla en medio, como somnolientos fantasmas bajo un sol abrasador.
De noche, los tristes aullidos de los coyotes la acompañaban en su viaje. De día, eran las grandes manadas de bisontes que pacían en las verdes llanuras.
Su vuelo continuó firme, sus ojos clavados en el horizonte, hasta que un día, nadie sabe por qué, quizás ya se hubiera cansado de volar, se posó en un viejo roble, padre árbol, de manchas ocres en la áspera piel, ramas truncadas, hojas solemnes. El águila chilló, cortó el aire con su quejido, y miró a lo lejos, donde, junto a un río de aguas de cristal y truchas viajeras, un poblado de amerindios arapahos había elegido su lugar.
A aquella hora, el disco solar con tintes de escarlata, aún tímido tras las colinas, las mujeres lavaban prendas de antaño en el confidente río, mientras los niños correteaban como gamos entre la hierba. Pocos hombres quedaban en la aldea, tan sólo los de canosa cabellera y los aún algo jóvenes. Los cazadores estaban en la llanura.

Una manada de corpulentos bisontes pastaba indiferente a lo que le rodeaba, mientras una fina brisa comenzaba a adueñarse de aquellos parajes. Sol Que Reluce, uno de los predadores, joven y hábil, valiente y orgulloso, avanzó hacia un costado de la manada, sigiloso, cauto, frente a él la lejana línea de los picos blancos, y cuando estuvo cerca se preparó para dar muerte a una de las bestias. Un invitado inoportuno estropeó la cacería. De derecha a izquierda sobre un camino de metal y madera, el humeante ferrocarril apareció al otro lado de esa pradera, azotando el aire con el tenebroso humo de la locomotora.
Al traqueteo y esporádicos silbidos de la infernal máquina los bisontes se espantaron, así que Sol Que Reluce, y sus compañeros, tuvieron que saltar sobre ellos antes de tiempo. Algunos abatieron a los que tenían fijados, otros tuvieron en cambio que desviar la mirada hacia otros nuevos. Al final mataron a cuatro.
Los llevaron a la aldea y como aún no iban a despojarlos de sus pardos pelajes los dejaron en un rincón, como olvidados, como si fueran trofeos de una cacería insana y cruel. Sol Que Reluce, volviendo al tipi en el que vivía con sus padres, les habló de la caza, en su boca las palabras amables se mezclaban amargamente con rechinosas maldiciones contra los blancos iniciadas ya en la llanura. Después, sin soltar ni un instante su lanza de helador filo, salió de la tienda y soltó a su caballo, animal noble, pálido, fiel.
Montó el lomo firme del animal y salió al galope. Junto a él, otros tantos.

Las pezuñas de los caballos levantaban la hierba con golpes secos y decididos. Dejaron atrás la pradera y paralelos a la senda de aquella bestia de acero se encaminaron hacia el este. Poco a poco, el aire se fue asfixiando, silbidos difusos se perdían entre los árboles y los caprichos que la erosión había esculpido en la milenaria roca. Una mancha apareció a lo lejos, donde ya sólo había bosque. Era una mancha negra, como la noche más oscura.
Los jinetes aceleraron el paso.
Sobre una larga hilera de desbocadas ruedecillas, la negra piel del tren aparecía marcada por mensajes desconocidos, por símbolos de otro mundo.
Sol Que Reluce miró a través de una de las ventanillas. Una mujer blanca y su cachorra dormitaban en su asiento, y frente a ellas, un hombre con un sombrero hacía lo mismo.
Los cristales cayeron al interior del tren cuando la lanza del cazador atravesó la ventana. Los demás le siguieron. Gritos y lamentos surgieron por todo el vagón, después algo no tan inofensivo. Disparos.
Los caballos cayeron en el pánico, las detonaciones hacían parecer que algo en el aire estaba muriendo. Sol Que Reluce y los suyos se apartaron esperando el momento para dar su réplica a las serpientes de fuego, pero parecía que la lluvia de plomo no cesaría nunca. Así que pronto, y llorando la pérdida de dos hombres, tuvieron que dejar que el tren siguiese su marcha. Un grito de furia y tristeza se elevó en el aire. Luego volvió el traqueteo del tren.
Sol Que Reluce dijo que seguiría aquella máquina, aunque llegase al último confín de la Tierra. No habían podido con él, pero si iban tras su rastro les llevaría a una ciudad de hombres blancos. Una ciudad donde dejar claro que aquello era tierra arapaho y no de ellos, salvajes extranjeros que lo corrompían todo con sus malignos artificios. Otro cazador se le unió en su propósito, y mientras los demás regresaban al poblado para enterrar a los muertos, se perdieron en la oscura frondosidad de los bosques.
Cuando salieron de éstos atravesaron una zona húmeda y llegaron a otra llanura, más árida que la suya y gobernada por abruptos riscos que parecían vigilarles, inmóviles, altivos. Los centauros avanzaron presurosos por el suelo de hierba y roca, sin perder de vista la irregular silueta del ferrocarril. Al otro lado de las rocas, junto a un río que parecía un cinturón de plata puesto sobre un tapete gigantesco, vieron una pequeña ciudad.

Un cartel de oscura madera colocado a la entrada indicaba el nombre de aquel agujero. Dos calles polvorientas dispuestas en cruz aparecían rodeadas de ínfimos edificios de distintas alturas y presentaciones. El único que resultaba agradable a la vista era el Saloon, una coqueta construcción de dos plantas con la reseca fachada pintada de blanco. Mientras el tren se detenía en la pequeña estación, los arapahos entraron en la ciudad. Entonces comenzaron a destrozar todo lo que encontraban a su paso. De repente salieron dos hombres del Saloon, pero no atraídos por lo que los arapahos hacían, sino porque se iban a enfrentar en duelo después de haber tenido una fuerte discusión por un asunto de faldas.
Fortuitamente los hombres se fijaron en los cazadores, y aterrados por aquella visión, pusieron el grito en el cielo. En cuestión de segundos, todos los cañones de la ciudad estaban apuntando a Sol Que Reluce y su compañero.
Intentaron huir, pero eso, en aquella ratonera, era prácticamente imposible. Lo único que lograron fue levantar polvaredas impresionantes a cada dos pasos y que el compañero de Sol Que Reluce cayera fulminado por un certero disparo en el corazón. Sin embargo, más de una baja si que infringieron entre la enfurecida muchedumbre.
Al final, totalmente acorralado y sin fuerzas, Sol Que Reluce se rindió a los blancos. Como según una ley federal el ajusticiamiento de los indios era competencia de las autoridades federales, el joven cazador fue llevado del pueblo por un destacamento del Séptimo de Caballería a un fuerte situado a cincuenta leguas de allí.
Atado a un poste como un animal, los mandos del fuerte le prometieron que nunca volvería a ser libre. Pero una noche, en la que la brisa bailaba con el llanto de los lejanos coyotes, una noche en la que la luna aparecía más bella e imponente que nunca, Sol Que Reluce logró escapar de su cautiverio. Vagando durante largo tiempo a través de llanuras, bosques y valles, el joven cazador logró llegar hasta su pradera, y allí, mientras el veloz jinete del Pony Express cabalgaba sin demora hacia su destino bajo el sol del atardecer, por fin pudo abrazar a los suyos.

FINAL
Datos del Cuento
  • Categoría: Aventuras
  • Media: 5.3
  • Votos: 71
  • Envios: 2
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