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Categoría: Hechos Reales

Flameaba un mechón gris

La escarcha de la mañana blanqueaban los postes del alambrado, pendían agujas de cristales señalando los secretos de un triste y largo mechón gris, que enredado entre las púas chorreaba, eran gotas de rocío, o eran lágrimas de tanto dolor guardado que mojaba la paciente tierra negra como un pañuelo que consuela.
Un mechón gris flameando tristemente en el silencio del amanecer…
El misterio rodeaba aquella señal, como indicando al peregrino un amargo desconsuelo…
De baja talla, delgado, nariz afilada, pequeños ojos negros entrecerrados, la mirada perdida, ausente... Sin embargo, por el brillo de sus pupilas se podía saber que escudriñaba inquisidoramente su alrededor, amparado por la sombra del ala de su sombrero. Sus largos bigotes, caían como flecos cubriendo los labios. Camisa blanca, pañuelo negro anudado al cuello, amplias bombachas y botas de suela color carmesí. La apariencia no demostraba su carácter, más bien parecía un típico paisano, sumiso y solitario.
Tenía un extenso campo, y se dedicaba a la agricultura. Vivía con su mujer y varios hijos. Celoso, no permitía a las mujeres salir del campo, ni nadie podía visitarlos. Los hijos varones eran sus peones.
Cuentan que su avaricia llegaba a tal extremo, que solo probaban la carne, si algún animal moría por accidente o enfermedad.
Después de la cosecha, el mayor premio para la familia, era poder ir a la ciudad. Cargaban los carros con las bolsas de trigo, las mujeres vestidas con sus mejores galas cabalgaban en fila, sentadas de costado, pero tenían que conducir las riendas con la mano derecha, y la izquierda esgrimida, llevaba un recipiente con nata, que al batirse en el galope, cuajaba y llegaba transformada en manteca para venderse en el mercado. El trigo era comprado por acopiadores, y como era analfabeto, llevaba el control de las bolsas, usando piedritas como contador. Para comprobar la calidad del trigo, con una cuña se calaba cada bolsa para extraer las muestras. Muchas semillas quedaban dispersas en el suelo. Una vez hecho el trato de la venta, el las amontonaba.
-Este triguito es mío- decía y lo embolsaba prolijamente para cargarlo en el carro.
Sus hijos, hábiles como su padre, se ingeniaron para escapar de la avaricia, y otras maldades, procuraron irse lejos de su influencia. Porque además de avaro, era bastante mujeriego, y mujer que le gustaba no tenía empacho de traerla a la casa, sin menor decoro o respeto por el sentimiento herido de su familia.
Su esposa, callada y triste, consentía tales devaneos, como si no le importara. Hasta que su pobre corazón destrozado, dejó de latir, encontrando quizás la paz añorada.
Ya muerta la pobre, el comenzó a tener remordimientos. La sepultura era apenas una elevación de tierra con una triste cruz de hierro. Luego, compró una placa con su nombre grabado, pero no conforme, la hizo cambiar por otra de reluciente bronce. Después la hizo llevar a un nicho. Muchas fueron las idas y venidas. Hizo hacer y rehacer varias veces la lápida.
-Mire don, decídase de una vez, usted me ha cansado haciendo tantas lápidas para su finada y siempre regateando el precio. Esta es la última que hago- dijo un día el marmolista
- Es que después de todo, fue una buena esposa, supo comprender cuando yo llevaba otra mujer. ¿Sabe una cosa? Quiero ese mármol blanco como la nieve de su alma, y talle su rostro en él, y con letras doradas póngale no más que yo la amaba...
-¡Pero eso cuesta una fortuna!
- Ella se lo merece para que en paz descanse.
La prosperidad de sus cosechas fue aumentando, así como su tacañería. Sus hijos no le visitaban, su casa fue convirtiéndose en tapera. Conseguía algunos peones a cambio de comida, y siempre alguna mujer rondaba su cama. De madrugada, salía raudamente con su pala, a enterrar en diferentes lugares, tarros con dinero.
Una noche, en que la grasa chirreaba en el brasero, el permanecía sentado a horcajadas en un rústico banco. El peón, esperando algo de comida, garabateaba con un palo en la tierra polvorienta. Una mujer desgreñada y harapienta, cebaba mate y revolvía los humeantes chicharrones.
Silencio. Nada para decir, almas vacías, pensamientos torturados. Por única luz, la luna que jugaba a esconderse entre negros nubarrones, o las chispas de la leña salpicadas por las gotas de grasa.
De pronto, un fuerte ladrido de perros, cuatro caballos relinchando en la llanura y los cascos golpeando con furia. Casi sin darse cuenta, el cayó y con su cetrino rostro volteó el brasero, el mango del puñal clavado en la espalda brillaba con reflejos de sangre y de fuego. Más allá, el peón, con sus ojos muy abiertos miraba sin mirar el cielo. Cuatro hombres, cavando aquí y allá, buscaban dinero. Los caballos resoplando, el aire muy quieto, la mujer, sin un gemido, sin un lamento, se hamacaba sentada en el banquito, con las manos entrelazadas apretando su regazo.
Silencio. Cuatro caballos galopando en la llanura se alejaban de la tragedia y los crímenes horrendos. La tierra también herida por los desesperados hoyos hechos, guardaba silencio, convirtiéndose cómplice de la avaricia del viejo. Ningún tarro, ningún dinero.
Años después, se comentaba que una lobisón rondaba el campo. Que en las noches de luna, con el pelo blanco flotando al viento, su cuerpo desnudo corría por los pajonales y aullando como una loba herida, se desvanecía. Pero sobre los alambres de púas, quedaban flameando sus mechones blancos.

Estela Foderé
Datos del Cuento
  • Categoría: Hechos Reales
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Comentarios


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1 comentarios. Página 1 de 1
Carlos
invitado-Carlos 27-05-2007 00:00:00

Su relato me ha dejado impresionado.Escrito con bellas palabras decribe un esgarrador hecho. Felicitaciones señora

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