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Pepito odiaba perder a lo que fuera. Sus papás, maestros y muchos otros decían que no sabía perder, pero lo que pasaba de verdad es que no podía soportar perder a nada, ni a las canicas. Era tan estupendo, y se sentía uno tan bien cuando ganaba, que no quería renunciar a aquella sensación por nada del mundo; además, cuando perdía, era justo todo lo contrario, le parecía lo peor que a uno le puede ocurrir. Por eso no jugaba a nada que no se le diera muy bien y en lo que no fuera un fenómeno, y no le importaba que un juego durase sólo un minuto si al terminar iba ganando. Y en lo que era bueno, como el futbolín, no paraba de jugar.
Cuando llegó al colegio Alberto, un chico nuevo experto en ese mismo juego, no tardaron en enfrentarse. Pepito se preparó concentrado y serio, dispuesto a ganar, pero Alberto no parecía tomárselo en serio, andaba todo el rato sonriente y hacía chistes sobre todo. Pero era realmente un fenómeno, marcaba goles una y otra vez, y no paraba de reir. Estaba tan poco atento, que Pepito pudo hacerle trampas con el marcador, y llegó a ganar el partido. Pepito se mostró triunfante, pero a Alberto no pareció importarle: "ha sido muy divertido, tenemos que volver a jugar otro día".
Aquel día no se habló de otra cosa en el colegio que no fuera la gran victoria de Pepito. Pero por la noche, Pepito no se sentía feliz. Había ganado, y aún así no había ni rastro de la sensación de alegría que tanto le gustaba. Además, Alberto no se sentía nada mal por haber perdido, y pareció disfrutar perdiendo. Y para colmo al día sigiente pudo ver a Alberto jugando al baloncesto; era realmente malísimo, perdía una y otra vez, pero no abandonaba su sonrisa ni su alegría.
Durante varios días observó a aquel niño alegre, buenísimo en algunas cosas, malísimo hasta el ridículo en otras, que disfrutaba con todas ellas por igual. Y entonces empezó a comprender que para disfrutar de los juegos no era necesario un marcador, ni tener que ganar o perder, sino vivirlos con ganas, intendo hacerlo bien y disfrutando de aquellos momentos de juego.
Y se atrevió por fin a jugar al escondite, a hacer un chiste durante un partido al futbolín, y a sentir pena porque acabara un juego divertido, sin preocuparse por el resultado. Y sin saber muy bien por qué, los mayores empezaron a comentar a escondidas, "da gusto con Pepito, él sí que sabe perder"
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