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Golpe mortal

~¡Pleito evitado... pleito ganado!
Ese adagio solía repetírnoslo con frecuencia nuestro "Sensei" Manuel Pérez. Era de figura tan prosaica como su nombre y procedencia, pero ahí terminaba su mediocridad. Su "mawashi-gueri" (patada circular) era un portento de agilidad y fortaleza. Se entrenaba con zapatillas de hierro y el alcance y golpe de su pie rebasaban ampliamente el promedio.
Descollaba tanto en la carrera que sólo perdió la oportunidad de representar a nuestro país en las olimpíadas de ese año por un infortunado aunque leve accidente de entrenamiento. Se decía que su golpe de canto aplicado en ciertas zonas del cuerpo, era necesariamente mortal, por lo que jamás lo empleaba en combates de entrenamiento, ni de los otros. Practicaba los cien metros planos todos los días buscando decididamente bajar su récord personal de trece segundos.
-Observen a los maestros, -nos decía.
-Mientras más alto su grado, mayor inclinación de su torso al saludar. Quien sólo inclina la cabeza, no ha llegado a 1er. Dan... ¿Aprendieron?... -Y siempre que mencionaba el interrogante "¿Aprendieron?", esbozaba una sonrisa medio torcida, giocondesca.
Y así, Manuel fué escalando los pétreos peldaños de las artes marciales hasta el punto de hacerse un verdadero maestro en todo tipo de fintas y combates. Era lugar común entre nosotros, bisoños discípulos, las típicas discusiones de que si el Kung Fu era el método capital, o que cuánto le duraría Mike Tison a Chuck Norris, o que si Bruce Lee podría tener opción ante los modernos métodos del Krav-Magá israelí.
Esa mañana de marzo era emblemática en nuestra región. El sol equinoccial ametrallaba el ambiente derritiendo el piso y el hielo en los vasos de licor. Habíamos llegado, maestro y discípulos en cuatro motocicletas a la manga de Vista Hermosa. Los aficionados al coleo de toros, uno de nuestros deportes vernáculos, colmaban los troncos horizontales que enjaulaban la calle a lo largo de varias cuadras. Era necesario que las fieras no interrumpieran su carrera. Algunos jóvenes, ya bastante entusiasmados por la ingestión etílica, saltaban la talanquera del corral cual espontáneos émulos de los mozos navarros en los Sanfermines. En ese maremágnum de etanol, sudor y polvo se encontraba "Betanculito". Todos le temían a ese hombre. Su luenga fama delicuencial arruinó su prometedora carrera de boxeador profesional e incluso se le achacaban un par de homicidios. Con diecinueve combates ganados al hilo, todos por nocáut, ostentaba el récord nacional de esa especialidad. Pero ¡ay! en su vigésima pelea se presentó embriagado y un acabado ex-campeón mundial le aplicó una magistral lección y de plano, lo noqueó en el séptimo asalto. Desde entonces, Elio Betancourt no pudo sortear el tránsito de lo sublime a lo ridículo y muchas de sus broncas callejeras fueron propiciadas por el trauma de aquel evento. Y ¡cuidado con llamarlo por su apodo¡. Más de uno terminó en el hospital o por lo menos mordió el polvo por suplantar su verdadero apellido.
Éramos seis en total. Sensei y aspirantes a discípulos, pero la sola presencia de Manuel parecía imbuírnos de un aura de... ¿respeto?. Nunca he entendido porqué nosotros los humanos "respetamos" a los fortachones, a los ricos y a cualquier paranoico con una nueve milímetros en la cintura. ¿Será que SIEMPRE tienen razón?.
¡Cacho a la manga! El grito estentóreo nos sacó de nuestras cavilaciones. Nadie imaginaba el drama que se avecinaba. El aviso se refería al comienzo del rodeo. Soltaron el primer toro que salió bufando, furioso y exaltado. Los jinetes detrás, le hacían correr desaforado buscando aquellos a toda costa tomarlo por la cola. Quien lo consiguiera, aceleraba su caballo rebasando al astado y con fuerza y pericia lo hacía trastabillar hasta azotarlo contra el piso. De acuerdo a ciertas reglas de prolijidad, poder y práctica, el jinete y su equipo sumaban puntos. Todos atentos al desenlace. Intenso barullo, nadie entendía a nadie. Pero los eventos fatales ocurren porque sí. Las miles de gargantas callaron un par de segundos y se escuchó claro y potente el insulto anónimo: ¡AH, BETANCULITO!.
La mirada del malandro se irguió lentamente y se clavó como un láser en nuestro grupo. Todos desviamos la vista, silbsndo una tonadilla de Simón Díaz. Todos, menos Manuel Pérez.
Nunca supimos si por poderoso o por humilde sostuvo el rayo homicida de Elio Betamcourt. Cuando el maestro me pasó su morral y asumió la postura inicial de "katá", supimos que la vaina iba en serio y abrimos cancha.
Nada tenía que ver nuestro amigo con la ofensa, pero estaba con su núcleo de pupilos y no podía perder la oportunidad de aplicarnos una lección inolvidable.
¿Con qué lo detendría?. El repertorio del carateca era inmenso... "mawashi-gueri"... golpe de sable al cuello... rodilla a la ingle... puño demonio a la nariz...
Y cuando el canalla embistió con su guardia de palanca estilo Ken Norton y la izquierda adelantada, Manuel se arremangó levemente las perneras y arrancó violentamente en la carrera más fulgurante que jamás habíamos presenciado. Cuando nuestra sorpresa alcanzaba el clímax, ya Manuel Pérez cruzaba la esquina del corral a más de cien metros de distancia... y juro que lo hizo en menos de trece segundos.
Esa misma noche nos vimos en su casa.
-¿Aprendieron? -Nos dijo con su sonrisa torcida, y agregó:
-¡Pleito evitado... pleito ganado!
 

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