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Guardiana de nidos

José, era alegre, travieso y juguetón como todos los niños del campo. Vivía con sus hermanos y sus padres en una pequeña casita pintada de blanco muy cerca de la ciudad que estaba rodeada de hermosos y grandes eucaliptos, molles, huarangos y árboles frutales, delicadas flores silvestres crecían alrededor de la casa, las que muy tempranito junto con los abrigadores rayos del sol despertaban presurosas para mostrar la hermosura de sus coloridos y perfumados pétalos.
Muy cerca de allí, discurría ruidosamente el “Pachachaca”, inmenso río que con sus cristalinas aguas bañaban las chacras que estaban cerca de la orilla. Todos los domingos, muy temprano, José con sus amigos y hermanos, se iban a pescar descuidadas truchas, las que caían en los seductores anzuelos para convertirse luego en el almuerzo del día.
A José, le gustaba mucho el campo, disfrutaba del rumor del río, gozaba con el canto de los zorzales, de las calandrias, de los gorriones, del aleteo de los picaflores que con sus plumajes escarlata, inquietos danzaban sobre las flores que en las mañanas esperaban con mucha ansia la brisa serrana para que humedecieran sus delicados pétalos.
Cada vez que podía, José se daba una escapadita a la chacra de la tía Gregoria, era uno de los lugares más fantásticos que había en “Maucacalle” porque estaba cubierto del verdor de los alfalfares, porque era una invitación para el ganado que pastaba muy cerca de allí, porque los duraznales repletos de blanquiñosos frutos, eran el deleite de los gorriones que competían con osados muchachitos que de cuando en cuando subían a las ramas a quitar el alimento de las aves. 
Tras la casa de la tía Gregoria, estaba el corral repleto de aves: el gallo Pepe, que con su desentonado canto anunciaba el inicio del día, la gallina Q’alakunka, que no se cansaba de ofrecer los rosados huevos a la tía, el pavo que con las plumas erizadas se creía dueño del corral, los patos que con su andar torpe caminaban de aquí para allá sin llegar a ningún lado. En el establo las vaquitas Juvita, Princesa y Chasca, mugían orgullosas mostrando las ubres repletas de deliciosa leche que acompañadas con cancha ¡hummm!… ¡qué delicioso desayuno! a estas alturas miles de litros habían alimentado a tantos niños del lugar. 
Todas las mañanas, cuando el sol desprendía sus cálidos rayos por el Quisapata, Wilber, el hijo mayor de la tía Gregoria, a quien llamaban cariñosamente el “Fino” porque entre todos los hermanos y primos era el más caballero y amable. Solía salir cargando su “chuspa” llena de cancha, iba tras el ganado hasta la “pampa” de “Yawarmayu”, muy cerca jugueteaba Ninfa, la perrita más querida, sus enormes ojos negros siempre vigilantes estaban cuidando al ganado, de cuando en cuando ladraba para ahuyentar a los malos espíritus que siempre rondaban por esos lares. “Yawarmayu”, era el lugar donde pastaban el ganado: las vacas, las ovejas, los caballos y el carnero merino que hace poco habían comprado en la feria de la ciudad. También hacían lo mismo Carlitos que pastaba sus chivos, los hermanos Atilio y Paulino quienes más que cuidar sus ganados se dedicaban a jugar en la inmensa pampa. 
En Yawarmayu, el pasto era suave y tierno, los animales disfrutaban de este lugar, rumiaban la hierba fresca con delicada paciencia. Junto con el “Fino”, siempre estaba José corriendo tras los animales, sin embargo, se podría decir que éste, “era un mal cuidador”, porque lo único que hacía era treparse a los árboles de mora, pasar horas comiendo los deliciosos frutos, o quizás, buscar los frutos de los “awaymantos”, pero, lo que más le entretenía era seguir con la mirada el vuelo de las aves. Así pasaba el día en la pampa de Yawarmayu junto con su primo el “Fino”, y los demás muchachos.
Pero, eso sí, jamás se le ocurriría ir al campo a pastar con los “tres de la muerte”; así, se hacían llamar: Saúl, Fredy y Joel. A Saúl le decían “Kusillo”, es que tenía la piel tostada de tanto solearse en las pozas del río donde se bañaba, era muy gracioso y divertido, tenía el cabello negro e hirsuto, demasiado rebelde diría yo, pues muchos peines habían fracasado en el intento de peinarlo.
A Joel, le decían “Lloq’emaki”, porque era zurdo y bastante eficaz, __¡donde pongo el ojo, pongo la piedra!__ así solía jactarse de sí mismo y con una estruendosa risotada festejaba su habilidad con la honda. A pesar de ser hermano de Saúl, era totalmente diferente a él, pues era alto, blancón, tenía el cabello dorado que en los días soleados refulgía cual centellas, de su cara colgaba una enorme nariz, que era motivo de burla por parte de amigos y familiares.
Fredy en cambio, era un muchachito algo tímido, huraño, muy ensimismado, hablaba lo suficiente, __¡buenos días, hola qué tal!__ y se perdía en un silencio eterno; por eso lo llamaban “Salq’a”, parecía que Fredy hablaba con el pie, pues era muy diestro, hacía unos pases precisos, podía traspasar la defensa más férrea, cuando tenía el balón de seguro era gol, era muy bueno en el fútbol, todos se disputaban para los partiditos en la cancha de “Yutubamba”. 
Ellos al igual que el “Fino” y José, salían muy temprano hacia “Yawarmayu” a pastar las reses, pero los “tres de la muerte” antes debían ir al puquial a escoger las mejores “q’ollotitas”, esas piedras redonditas que se formaban en los riachuelos solo con el discurrir permanente del agua, las cuales seleccionaban con mucho esmero y luego guardaban en sus bolsillos junto con las hondas de jebe.
Ya en la pampa, buscaban las cabuyas, pues en lo alto hurgando las flores se encontraban los picaflores moviendo sus delicadas alas que volaban de flor en flor y con sus delgadas lenguas succionaban el dulzor de las flores que se abrían como rosas invitando a admirar su belleza, los inquietos picaflores se movían con rapidez, nadie pensaría que estas aves podrían ser alcanzados por arma alguna, es que eran veloces, rápidas. Pero Joel necesitaba que se detuvieran unos segundos y ¡zuácate! lanzaba con fina puntería las “q’ollotitas”, derribando a las frágiles avecillas. Igual sucedía con las palomas y los cuculíes, las esperaban en los capulíes, sigilosamente se acercaban, estiraban sus tirachos listos para sorprender a las aves y de un solo tiro las derribaban, caían con las alas ensangrentadas, unas muertas, otras heridas, otras agonizantes. Muchas terminaban de morir en el bolso de estos tres muchachos; cantidad de picaflores, gorriones, zorzales, palomas, cuculíes hasta loros, habían sucumbido en las manos de estos “tres de la muerte”. Era por eso que José no quería caminar con ellos.
Al otro lado de la colina, muy cerca de la casa de José, aparecía un inmenso bosque donde se podía apreciar el verdor de las arvejas, las hermosas flores azules del papal que competían con el cielo azulino, las espigas de trigo que erguidas saludaban al sol, los choclos que ya empezaban a mostrar sus blanquecinos y enormes dientes, las zanahorias que dejaban ver sus tallos rojizos queriendo salir de su largo sueño, es que ya se alistaban a ser cosechadas. Por ello, José y sus hermanos en compañía de su papá visitaban constantemente la chacra que tenían. 
Después de una larga caminata, cuando José llegaba a la chacra, no participaba eficazmente en las labores agrícolas como sus hermanos; es que José, tenía otras inquietudes… Tenía una gran simpatía por las aves, pero no precisamente por las gallinas, los patos o los pavos, que criaba en casa su mamá Juana Paola sino por los gorriones, las palomas, los zorzales, las calandrias, y otras aves que vivían libremente en el campo. 
Todas las mañanas, José salía al bosque para poder apreciarlas, le fascinaba ver a las aves saltar de rama en rama, las observaba por horas y horas, entretenido por la dulzura de sus trinos, embelesado por la delicadeza de sus cuerpecillos, admirado por la agilidad de su vuelo, ensimismado por la belleza de sus plumas multicolores que contrastaban con el colorido del campo. 
Muchas veces, José llegaba a casa muy excitado, comentaba a sus hermanos que había observado hermosas aves, muchas de ellas desconocidas para los ojos de ellos. 
Era tal su obsesión por estas aves, que quería tenerlas mucho más cerca. Pensó que era insuficiente observarlas volar, disfrutar de sus melodiosos trinos, deleitarse de sus bellos plumajes al parecer, quería algo más. 
Así que, en algunas oportunidades subía a los árboles para poder apreciarlas desde muy cerca. Por un tiempo así lo hizo, cada mañana salía de casa para ir al bosque, se ubicaba en una de las ramas, debía ser la más alta para poder observarlas sin que las pequeñas aves se dieran cuenta de su presencia.
Pasaba mucho tiempo mirándolas desde una rama lejana, a pesar de ello, verlas de cerca ya no era suficiente para José; por lo que, con mucho cuidado se acercó hacia ellas, pero las aves escapaban al verlo. Sin importarle lo que sentirían las aves, éste logró aproximarse aún más.
Una mañana se encontraba en una de las ramas esperando a que se acerquen las aves, observó que dos pajaritos iban y venían hacia el otro lado de la rama sin temor alguno, José se inquietó por la actitud de las aves, decidió acercarse y pudo observar en un nido tres moteados huevecillos. 
A partir de ese día, siempre salía muy temprano, subía al árbol para observar su preciado tesoro. Los días pasaron para nuestro ocasional guardián de nidos, cuando una tarde encontrándose al pie del árbol, escuchó el piar suave que venía del nido, José se impacientó y como un loco subió lo más rápido que pudo; ¡qué sorpresa!, en el nido donde hasta hace algunas días atrás había dejado tres moteado huevecillos, ahora se encontraban tres indefensos y hambrientos pichoncitos.
Las avecillas, aún se encontraban con los ojos cerrados, sus cuerpos totalmente desnudos, solo algunas pelusas cubrían su rosada piel.
Definitivamente, José llegó a encariñarse con estos animalitos, era tanta la admiración que sentía por estas aves hasta que un día resolvió llevárselas a casa. Cargando una pequeña caja de cartón, llegó al bosque, subió al árbol, y muy delicadamente pasó las avecillas del nido a la cajita.
Ya en la casa, los alimentó, los cuidó con mucha ternura, en las noches frías se preocupaba en abrigarlos, así lo hizo hasta cuando le salieron sus plumas, al ver a los animalitos emplumados los puso en una jaula hecha de alambres y madera sin pensar en el daño que les causaría. Desde ese momento, la jaula se convertiría en el nuevo hogar de estas tres desdichadas avecillas.
A José, le encantó sus nuevas mascotas. Y fue así, como empezó a subir árboles en busca de nidos. Cada vez que encontraba algún pichoncito, se convertía en su tesoro más preciado y luego en su mascota.
Las aves en su nuevo hogar no se encontraban muy cómodas, pues no podían volar con libertad, no podían comer las dulces y frescas frutas que la naturaleza les ofrecía, tenían que alimentarse con un poco de maíz y agua, que era lo único que José les proporcionaba; sus trinos ya no eran tan alegres, su volar era torpe y limitado, su plumaje ahora era oscuro y sin brillo, las aves no eran felices.
Cierto día, cuando José paseaba por el campo, a lo lejos, escuchó el piar suave de alguna avecilla, __¡debe haber un nido!__ se dijo así mismo, inmediatamente lo buscó, al encontrarlo, subió rápidamente al árbol, ¡Oh! sorpresa, encontró un nido con dos pichones de calandria. La madre que se encontraba cerca, al ver amenazado su nido, se abalanzó ante el intruso, con pico y garras defendió a sus polluelos, con su grueso y duro pico atacó al ladrón de nidos, chillando picaba la cara, en la cabeza y donde pudo, insistió tanto, que José perdió el equilibrio y cayó pesadamente; un grito desesperado se escuchó en todo el bosque, el golpe fue terrible, José ya no se levantó, pues yacía desmayado en la hojarasca.
Cuando despertó, se sintió extraño entre sábanas perfumadas, mujeres vestidas de blanco que caminaban presurosas de un lado a otro, comprendió entonces, que se encontraba en el hospital, tenía la pierna enyesada, el cuerpo lo tenía amoratado y adolorido con algunos rasguños en la cara, brazos y piernas. 
Su madre preocupada, pasaba noches enteras en el hospital cuidando a su querido hijo, curando sus heridas, velando sus sueños, acariciando sus negros cabellos, temiendo lo peor pero felizmente el peligro había pasado, ahora ya se recuperaba con cierta rapidez. 
Los días cerca de su madre y la tranquilidad del cuarto del hospital, permitió que José pensara en las cosas que hizo los últimos días; entonces, recordó que las aves se encontraban encerradas en las frías jaulas de alambre, pensó en los polluelos que fueron arrancados del calor de sus madres, en las madres que durante semanas con mucho primor cuidaron sus pichones y que manos crueles les arrebataron para siempre a sus criaturas, pensó en lo injusto que había sido su actuar con las aves.
Cuando regresó a casa algo mejorado, quiso corregir su mal proceder. Pidió a su padre que abriera las puertas de las jaulas para que las aves pudieran recobrar su libertad, su padre, así lo hizo, las aves al sentirse libres volaron y volaron perdiéndose en el cielo azulino, nuevamente disfrutaron de la calidez del sol y el frescor del viento. 
José al ver a las aves volar libremente, sintió una alegría inmensa, el corazón le palpitaba con más fuerza, algunas lágrimas de felicidad caían por su dorado rostro, ahora sentía que el corazón ya no le oprimía su tierno pecho, pudo respirar con más tranquilidad; al ver a las aves en total libertad, él también logró liberarse de ese sufrimiento. 
Así terminó esta extraña costumbre de José, de coleccionar aves silvestres.
Si alguna vez querido amiguito observas en el campo volar a las aves, te invito a disfruta de su belleza, de su dulce trinar, de su colorido plumaje; porque las aves embellecen y alegran la naturaleza y el corazón.

Datos del Cuento
  • Categoría: Infantiles
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