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Hace falta un cementerio

~Doña Martina Casillas, viuda del Conde de Charlotte, se despertó pensando en cementerios.
Aunque había dormido bien, cuando abrió los ojos no pudo evitar que a su mente llegaran los recuerdos de la primavera en que fue con su marido a conocer en París la tumba de Baudelaire, el poeta maldito.
Bajo la humedad del bosque de añosos robles, tilos y castaños, Montparnasse yacía, como siempre, poblado de tumbas y panteones.
A la viuda se le ocurrió pensar que ese cementerio es muy distinto de otros que tuvo ocasión de conocer...
La Recoleta, por ejemplo.
Mientras el ambiente del camposanto parisino invita al recogimiento y a la reflexión, en los estrechos pasadizos del camposanto bonaerense los turistas preguntan por el panteón de la familia Duarte, para contar a sus amigos que conocieron el lugar donde reposan los restos de Evita.

No entendía por qué seguía rememorando cementerios. Como los de Madrid, el de Nuestra Señora de la Almudena, quizás el más famoso de la capital española, allá en el barrio de Ventas, sobre la avenida de Daroca y muy cerca de la avenida de La Paz. O como el Cementerio de los Poetas, en Roma, y las Catatumbas de la vía Apia, adornadas con huesos y cráneos humanos para recordar a los visitantes lo breve que es el paso por la vida.
Con el conde había conocido también el cementerio histórico de Londres, entre cuyos jardines es posible encontrar la tumba de Carlos Marx y las de varios afamados de la literatura universal, así como las de algunas escritoras que se camuflaron con nombres masculinos para evitar que la censura les impidiera conquistar la gloria.
De pronto, la dama volvió a la realidad y miró el reloj.
Eran casi las nueve de la mañana y Cilita de los Ángeles no había traído el desayuno, como era la costumbre.
Martina batió entonces la campanilla.
--Ya voy… ¡ya voy! –gritó Cilita desde lejos.
Y en segundos apareció atendiendo el llamado.
Con sus ropas en desorden, plantada en el marco de la puerta, el rostro descompuesto y los ojos encharcados, trató de limpiarse la nariz con el dorso del brazo y preguntó a la condesa:
–Señora, ¿dónde va a querer usted que la entierren?
La matrona se estremeció al escuchar la pregunta…
– ¿Qué… qué dices…?
– ¿Qué usted dónde quiere que la entierren? ¿En el patio o en el antejardín?
– ¿De qué me hablas, Cilita...? ¿Te has vuelto loca?
–De la gata, señora… De la gata, que amaneció muerta… ¿Dónde quiere que la entierren?

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