Con la vida al borde de la muerte
Hungría, año de 1940. Los nazis dominaban Europa. Comenzaban con la Solución Final. Los judíos eran sacados de sus casas y llevados, primero a guettos (sectores demarcados en una parte castigada de la ciudad de la cual no podían salir), más tarde a su deportación, a los diferentes campos de exterminio.
Mientras esto sucedía, en la casa de Helga Kovatch el temor era aterrador, por de algún modo decir, doble.
Debo decirles que ella durante su niñez y luego en su juventud, fue una muy destacada jugadora de ajedrez, había logrado ganar varios campeonatos y su fama era ya pública.
Cuando los soldados nazis lo supieron, se lo hicieron saber a su Coronel; ellos estaban al tanto de su hobbie, el ajedrez. Entre los que solían jugar con él, ninguno de ellos lograba vencerlo. Lo que les servía como de consuelo a veces, era que hacían tablas (empataban). Como siguiendo las costumbres de que lo prohibido es lo deseado, el Coronel alemán, ni corto ni perezoso, fue a la casa de Helga con su chofer y su guardaespaldas.
Helga y su madre, al ver por el portillo de la puerta la presencia de estos tres alemanes, pensaron lo peor, mas nada podían hacer, con el miedo que calaban sus huesos, abrieron dejando libre el acceso. Primero entraron los subalternos a inspeccionar y luego de recibir la señal de conformidad, fue cuando el Coronel pasó y sin mediar palabras tomó la silla cabecera de la mesa y se sentó.
Ambas mujeres, perplejas aún de lo que estaban viviendo, por un instante cruzaron miradas, mas seguían sin entender lo que estaba sucediendo. Ya no dejó correr más al tiempo; el militar exclamó: trae tu tablero, veamos si es verdad que juegas como dicen.
Helga no lo dudó ni un segundo, en nada ya estaban tablero y fichas acomodados. Ella mostró sus dos manos cerradas (método que se emplea para decidir quien debe dar comienzo al juego. Esto generalmente supone cierta ventaja y el que da comienzo siempre lo debe hacer jugando con las fichas blancas). Así su contrincante señaló unas de las manos, ella abrió el puño, saltó un peón blanco. esto dejaba ver que el Coronel comenzaría con blancas. El Coronel con buen conocimiento del juego tomó unos segundos, la miró directamente a los ojos. Al fin y al cabo, el ajedrez es una especie de guerra y amedrentar al contrario era parte de su estrategia.
La madre de Helga, testigo de lo que ocurría y conociendo a su hija, sintió miedo, mucha presión; sus instintos le decían que nada bueno saldría de esa experiencia. El Coronel decidió desarrollar un juego agresivo, una estrategia de ataque. Helga por su lado tuvo que tomar la defensa. Él no hacía movimiento alguno sin tomarse el tiempo, ella, sin embargo, casi instintivamente respondía de inmediato.
La primera partida duró unos cuarenta minutos. El Rey blanco, luego de ese tiempo tomado por el militar, fue inclinado en el centro del tablero en señal de rendición. La primera partida la había ganado Helga. Los jugadores rotaron el tablero y ahora Helga jugaba con las fichas blancas. Ella, emulando a una de las jugadas de Capablanca (Gran campeón mundial de ajedrez) realizó una de sus jugadas clásicas y de a poco dominó el terreno de batalla. Esta vez con el mismo resultado final, el tiempo requerido fue menor.
El alemán se levantó, mostró su cara de disgusto y sin pronunciar palabra alguna, con cierta destreza y don de mando levantó su gorra, hizo una señal a sus soldados y en nada se habían marchado de la misma manera en la cual llegaron.
La historia se repetía casi todos los días, el resultado, el mismo. La madre de Helga lloraba, le imploraba a su hija lo dejara ganar de vez en cuando, hasta se tranzaba con al menos una vez. Pero como si defendiese el primer lugar en un campeonato mundial, Helga no bajaba la guardia. Se resistía en lo de complacer, muy por el contrario, ella sacaba cada vez nuevos y más recónditos recursos. El final llegaba a ser frustrante, ahora el Coronel sentía en carne propia lo que les ocurría a sus contrincantes.
Una mañana como las acostumbradas se presentaron, esta vez el hombre portaba una cara triste, algo compungido le hizo saber que lo habían desplazado, ahora estaría a cargo de otra población. Le dejó ver la molestia que sentía al tener que dejarla. Ni con eso Helga se amilanó; ese día, ella no mostró misericordia alguna. Ganó ambas partidas.
Al pasar dos semanas, volvió el Coronel; era un hombre tozudo, conocedor del buen ajedrez y de un buen contendor. Le hizo ver que vendría de vez en cuando y así cumplió su palabra. Entre ellos se fue forjando una amistad extraña, pues eran pocos o ningunos los intercambios de palabras, fuera de las requeridas dentro del juego.
Pasaron meses, la tónica fue la misma. Llegó una tarde, eran pasadas las 6, tocaron la puerta, el toque fue quedo, como si se tratase de alguien que no quisiera ser descubierto. Helga abrió, esta vez era el Coronel, había venido solo, no portaba uniforme. Qué, -preguntó ella- ¿acaso quiere jugar a estas horas? Él la miró, su rostro era otro; aquella manera de mirar, como de todopoderoso, ya no se notaba. Por el contrario, era una cara amiga, una voz tranquila pero que mostraba en el fondo cierto temor.
El Coronel estaba al tanto de que esa misma noche habría una razzia (pasaban los alemanes, recogían a los judíos y saqueaban sus hogares) y que ambas corrían peligro. Les dijo que serían deportadas a Auschwitz. Sin tomar en cuenta cosas importantes, en minutos todos estaban sentados en el taxi que los esperaba afuera y a las pocas horas habían logrado pasar la frontera estando a salvo de una muerte segura.
El amor, la pasión por el juego, el tesón y la honesta manera de ejecutarlo, habían ablandado un férreo corazón, hasta el punto de poner en riesgo su carrera, prestigio y hasta su vida.
Hoy Helga Kovatch no está ya con nosotros, falleció en Venezuela, siguió mientras vivió destacándose en el Bridge, mas su memoria e historia nos acompañan.
Samuel Akinin