Maldita costumbre la de querer más a pesar de estar bien. Por decisiones tomadas sin pensar, consecuencias de las cuales nos arrepentimos a cada instante. Locuras momentáneas que nos provocan arduas confusiones y nos hacen vivir con la angustia en el alma. Es una constante lucha interna de nuestros ideales por no odiar las tonterías desacertadas con la vaga esperanza de aprender de ellas y no repetirlas.
Pero no es el hecho de haber huido toda mi vida, es el querer olvidar mi historia lo que me duele. Miro mis manos. Un constante temblor denota miedo. Es que ya he vivido demasiado. Recuerdo cuando aún muy pequeño tuve que crecer a golpes para no morir. Perdí a mis padres y a mis hermanos, sufrí el exilio y la persecución en soledad, presencié la miseria humana en carne propia, cambié de profesión y reinicié mi vida varias veces, me separaron de la mujer que amaba y vi desgarrarse la patria que me había visto nacer.
Jamás me quejé ni busqué lástima por ello. Lo que no se puede evitar se debe sufrir. Conocí el mal muy de cerca. En los campos de concentración aprendí a odiar, a compartir y a resignar. Logré huir, pero todo era más de lo mismo.
Sin embargo sobreviví, aunque siempre con un ojo en la nuca, despertando por las noches y temiendo lo improbable. Jamás pude volver a encontrar el sentido de la vida. Intenté suicidarme y me arrepiento. Ser cobarde sólo habría hecho que mi historia hubiese sido en vano. Ahora quiero seguir, pues me hice viejo y no viví más que la infancia.