Homicidio culposo
Ingresó Borges a la sala. Clavó sus ojos en el cuerpo sobre la camilla. Se acercó hasta él. Tomó entre sus manos la carpeta que había sobre las rodillas y la abrió. Horario de defunción: veintitrés horas cincuenta y cinco minutos del día seis de diciembre de mil novecientos setenta y dos. Causas: Aburrimiento.
Levantó la mirada. Entonces era cierto, no le habían mentido. Descorrió la sábana que cubría el rostro del muerto. No lo conocía. Pero de todas formas no podía dejar de sentirse mal. Los párpados estaban cerrados. Los levantó. Le dio un sobresalto y retrocedió un paso. Los ojos estaban destrozados. Rojos y con venas azules. Al derecho le había explotado el iris y pareciera que hubiera sido masticado por un perro. El izquierdo, en cambio, parecía normal. De no ser porque estaba flácido y derretido.
Su orgullo no podía aceptar lo que estaba viendo. Todos los dedos señalaban hacia él, pero se negaba a aceptar la culpa.
Descubrió el pecho del hombre. Estaba morado y de una tonalidad amarillenta. Observó el corazón. Aún latía. No se resignaba a morir de una forma tan absurda. Sintió pena por él.
Fijó de nuevo la atención en la carpeta.
El alma, la inteligencia y la sabiduría habían sufrido un shock nervioso. Cuando llegó a urgencias ya nada se podía hacer.
Ahogó un sollozo.
El informe finalizaba con el siguiente comentario:
Se lo encontró desfallecido leyendo “El Aleph”.