Este miércoles, mis habituales comensales se disculpan para acudir a comer, el uno por asistir a una exposición de artículos de su ramo en una ciudad vecina, y el librero por no tener tiempo material, ya que a las tres le ha citado un probable cliente que quiere vender su biblioteca.
La ausencia de mis amigos me sume en el mayor de los desamparos, pues comer solo siempre me ha producido angustia de inadaptación con el ambiente, ya que, solo, me hallo como un náufrago. Por otra parte, no puedo avisar a casa de que voy a comer, pues además de no tener preparada comida para mí, no quiero romper la inveterada costumbre de los miércoles.
Imbuido de esa desesperanza, suena el teléfono del despacho. Es don Salustiano que pregunta por su amigo Anfeto. Al oír su voz, surge en mi interior un rayo de esperanza, auguro que no haré la comida solo.
Le indico a don Salustiano que el compañero Floren (es como habitualmente llamamos en la intimidad a Anfeto) se encuentra fuera de la ciudad, resolviendo un asunto del despacho, pero que me complacerá infinito comer con él si no tiene inconveniente. Me contesta, que precisamente la llamada obedece para invitar a Floren a comer, y que, al no estar él, nada le complacerá más que compartir mesa conmigo.
A la hora convenida nos encontramos en el restaurante elegido.
Cada vez que veo a don Salustiano me sorprendo. Alto, esbelto, mueve los brazos con soltura al andar erguido, con paso firme y ligero. Al verme, su rostro se abre en una hermosa sonrisa y sus ojos chispean con destellos de amical complicidad. Comprendo la admiración que Anfeto siente por su persona. Al reunirnos lo hacemos en cordial abrazo.
Le pondero su consustancial gallardía, y con su característico buen humor me contesta en broma:
-Pues que esperabas de un joven de diecinueve años… ¡Vaya, ya vuelve la dislexia a jugarme una de las suyas…!
-Nadie lo diría, don Salustiano, que tenga usted noventa y un año. Está impresionante…
-Bueno, Angel, no me vengas con el florilegio de Floren, que siempre os pasáis.
Nos sentamos en la mesa que hemos reservado. La conversación inicial versa sobre Floren, por el que al parecer siente la pasión de un padre, o mejor diría de un abuelo por su nieto. Me explica que la mayoría de las aventuras que se narran en la novela Paquita, que Floren ha escrito, son retazos de su vida, que en confianza le ha contado. Y confiesa que le produce gran placer ver con la fidelidad que las transcribe.
No cabe duda que don Salustiano es un envidiable conversador. Da verdadero placer el escucharle. A su memoria prodigiosa une lo que pudiéramos denominar sandunga en la expresión de sus explicaciones. Es decir, dar a lo más serio y trascendental el matiz de una boutade o de un hecho intrascendente o jocoso. Se confiesa un lector ‘impenitente’ y ‘compulsivo’
Me explica que ahora está leyendo ‘Malas’, de Carmen Alborchs. Hace un tiempo leyó ‘Solas’, y dice que le gustó mucho. Con su característico gracejo, me dice:
-Estoy por la página cincuenta. Al leer el prefacio, me entusiasmó. Veía a la autora explicando de motu propio el camino espinoso que desde el inicio del mundo ha padecido la mujer, siempre supeditada a la férula patriarcal. Pero, cuando entrado en materia, al leer los primeros renglones, he sentido lo mismo que me ocurre al leer lo que mi hija, la doctora en derecho y profesoras de la facultad, me da para que se lo repase antes de ser publicado. Que todo lo que van diciendo lo fundamentan en el criterio de otros autores, cuyos nombre a pie de página o al final del libro forman una bibliografía impresionante. Hasta lo que llevo leído coincido en que la mujer legalmente y en el orden sociológico siempre se la consideró como un ser capitidisminuido, pero en la realidad, si juzgo por mi experiencia personal, no ha sido así. En casa, desde que me casé, hace ya sesenta años, siempre se ha hecho lo que la mujer ha dispuesto. Y si me remito al juicio de mis amigos, todos coinciden en lo mismo.
Ha terminado la comida, y don Salustiano ha declinado mi invitación a sentarnos en un café, porque, según me dice guiñándome el ojo, tiene que hacer acto de presencia en su casa.
Le he dicho que me ha hecho pasar un rato inolvidable, y que envidiaba los momentos que le dedica a Floren. Cuando nos despedimos, con su mirada burlona y en plan de broma me dice:
-¿Supongo que no se beneficiará de mi conversación para luego publicarla?, como suele hacer Floren.
Le digo que no lo he pensado, pero si por un acaso se me ocurre, le pido su permiso.
-Hombre, no creo que tenga nada de importante lo hablado, pero si es tu deseo escribir algo, cuentas con mi autorización.
Y con un apretado abrazo nos despedimos.
27/07/2005