I
Pluma Torcida era pésimo como el emisor de señales de humo de su tribu. O, más que mal creador de señales, era torpe, en el sentido que, sin querer, dejaba entrever en ellas los mismísimos secretos estratégicos de los suyos. Por ello no era raro que cada cierto tiempo la reservación a la que pertenecía fuera quemada y arrasada completamente por belicosos indios enemigos.
II
Un día el general John Lousiana Scott mientras oteaba en el desierto desde un pronunciado risco al sol hundiéndose en el horizonte, vio, de pronto, como Pluma Torcida era perseguido por una turba de indios enfurecidos que le lanzaban flechas y hachas. Lousiana, que era arrojado y valiente, corrió con su brioso caballo, lo echó al vuelo sobre la grupa y puso entre los linchadores y su corcel una densa y larga polvareda.
En agradecimiento a tan arriesgada y valerosa acción que le salvó de sus propios hermanos, Pluma Torcida, decidió dedicarse a servirlo por el resto que le quedase de vida. Y lo hizo magníficamente (o casi). En cualquier caso se convirtió desde entonces en el compañero inseparable del general Scott y en quien éste confiaba todos sus asuntos.
I
Cierto día cuando el destacamento del famoso hombre de armas celebraba la trigésima campaña exitosa en la conquista del oeste, un muy achispado general Scott, por la abundante ginebra bebida, pronunció la última, y a la postre, fatal orden que daría en su brillantísima carrera militar:
-Oye, Pluma Torcida, ¿por qué no te preparas el asado?