Perú. Mi cuerpo sentía un prurito, cierta incomodidad. Él había solicitado los tules rojos y negros en el escenario. Pablo me había contado de la llegada de García. Había yo leído de su estadía en una suite del Hotel Princes y que estaba en su habitación 202.
Yo podía ahora percibir aquella cama matrimonial, el edredón y a él en ese sitio. Sabía que iba a hallar una mujer, alguien diferente creo. Malditas premoniciones. Ya no soportaba la casa, el olor de los zapatos sucios, los chicles masticados.
Notaba que había caído en un agujero putrefacto que no podía tolerar. Todas las cosas que me proponía se me truncaban de la manera más odiosa.
Odiaba la voz de Fernando Miembro en el aire, los programas de pesca y los aficionados hablando de los peces. Me preguntaba qué placer les daba molestar la vida acuática engañando a unos pobres animalitos sólo por diversión.
Prurito, picazón en el alma. Alergia a lo que había llegado. Un desorden fatídico, idéntico a aquel que siempre odié. Un olor a perro que me molestaba y las cenizas de las horas castigándome quién sabe por qué causas.
Soñaba con recostarme en aquel sillón negro y oírlo así, plácida, abandonada a sus acordes y a sus locuras. El sentado en alguna de esas tres sillas, su teclado cerca, su guitarra. De seguro presentía que esa sería la recompensa a mi forma súbdita de anhelarlo. Sí-dirán que estoy paranoica-pero sentía su cercanía. Cómo la del pasado verano en que me recostaba en las cerámicas del comedor como una perra fiel y él, el padre de mis hijos, apoyaba su planta de Minotauro sobre mi vientre como cuidándome de su presencia o tal vez para impedir que me tomara para sí. Como un monstruo me tenía prisionera. Impedía que él o yo lo amara en la oscuridad de aquel cuarto. No lo soñé. Se lo pedí. Recuerdo haberle pedido otra vida y haber retirado mi alianza de oro sin bendecir y haber oído que viajaría de la manera más inexplicable.
Pinté mis ojos con un marcador verde en aquella foto que imprimí y apoyé en el espejo del cuarto matrimonial. Si mis ojos fueran verdes como el mar tal vez él navegaría más fácilmente hacia mis centros.
Pero, jamás lo tendría. Malvado amor de años... cuántos años hace que te amo. Veinticuatro. Sí. Ya haría un cuarto de siglo acompañando tu vida.
Por qué no estar en uno de aquellos sillones individuales de su camerino, esperándolo con un whisky en mi mano. Refrescante para ofrecerle cuando ingresara. Por qué no pisar con mis pies los pétalos de rosas rojas que alfombraran el sitio como si empapara mis raíces en una sangre aterciopelada vestida de blanco con mi ramo de tulipanes casi viva casi yerta hasta que él penetrara...
Cuánta fantasía de verme reflejada en el mismo espejo en el que él se mirara y en la penumbra que se produjera con las velas encendidas por todos lados impregnando el ambiente de cierta fragancia a edén.
Pero cómo podría yo llegar hasta allí. Ante un ser inaccesible y que ni siquiera sabría de mi existencia (o quizás sabía de mí mas que yo misma). No por nada hubiera solicitado pañuelitos kleenex; sabía que iría a lagrimear cuando lo tuviera tan aliado a mi ser. Pero yo había crecido ya.
Ahora pasaba mi incomodidad, pero los olores penetraban en mis fauces y necesitaba huir lejos. La única manera que tengo de huir es a través de esta pantalla. A través de estas palabras en las que intento reflejar lo que tanto deseo. Lo imposible. Lo que jamás será. No sé dónde quiero ir será por eso que me quedo. Se acabó ese juego.
Papas frías con perejil y mayonesa. Nueve y media de la noche se retira a su habitación y yo acá. Papas frías con perejil y mayonesa. Yo antes sabía coser, planchar y cocinar.¿Por qué ahora sólo abro la puerta para ir a jugar? Ya lo sabía, la pasión debía ganar...